UNA HISTORIA MÁS

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Leyendo los artículos de los periódicos me fijé, muy especialmente, en los sueltos que a continuación transcribo y que ¡a tantas consideraciones dan motivo!

EL MARTIRIO DE UN NIÑO

París 18. A las 19,40 en la morgue se ha efectuado una «confrontación» o careo de lo más horrible, aun en aquel recinto en que lo horrible es común.

Tres personas han sido puestas delante del cadáver de un niño que fue encontrado tirado en la calle, el que murió victima de los tormentos que le prodigaba su propio padre.

Llámase este hombre Gregoire, quien con cinismo que solamente explica la alienación mental ha confesado que efectivamente martirizaba a su hijo, y que lo abandonó vivo en la calle de Vaneau.

Al hacerle notar el juez que en las ropas del niño no se veía un solo agujero, cuando el cuerpo estaba acribillado a punzadas, explicó tranquilamente Gregoire que al pinchar a su hijo con un cuchillo le descubría las carnes, a fin de no echarle a perder la ropa.

Una mujer, querida de Gregoire, ha declarado luego que le era imposible impedir los martirios del niño, porque tenía la seguridad de que la habría maltratado también a ella.

Explicó que logró salvar al niño de que le echaran al Sena y que ella fue quien aconsejó el abandono en medio de la calle creyendo de esta manera salvar la vida a la criatura.

EL ENTIERRO DE UN MÁRTIR

París presenció ayer uno de esos espectáculos que nunca se borran de la memoria de un pueblo. El pequeño Pedro, aquel niño de tres años martirizado por sus padres, fue llevado desde la morgue al cementerio, seguido de un acompañamiento de 300.000 personas. No hay potentado en la Tierra que haya tenido otro igual. Su pequeño ataúd desaparecía entre los montones de flores, ofrendas de padres y madres obreras en nombre de sus hijos. Y cuando el cadáver fue depositado en la fosa, todas aquellas personas desfilaron ante ella depositando un puñado de tierra sobre esta víctima de la barbarie de unos padres desnaturalizados. El pueblo de París quiso, con aquella gran manifestación, probar al mundo que la inhumanidad es una rara excepción entre sus miembros.

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Me impresioné profundamente con el horrible relato del martirio de un niño y del entierro de un mártir. El primero revela una perversidad espantosa; el segundo pone de manifiesto el adelanto de la humanidad, que, indudablemente, se va sensibilizando, se va dulcificando, perdiendo lentamente su ferocidad.

«No juzgues tan a la ligera (me dice un espíritu), la humanidad obra según las circunstancias y créeme, hace muchos siglos que la humanidad terrena sabe compadecer al desvalido y sabe perseguir al delincuente.

A ese Espiritu que el pueblo de Paris ha tributado el homenaje de su pensamiento, ese mismo pueblo, esa gran masa que siempre es la misma, en todas las épocas (impresionable y justiciera), ese pueblo a ese mismo Espíritu, en los primeros días del siglo XVIII, le persiguió por las calles de Paris con el único afán de arrastrarle y descuartizarlo. ¿Sabes por qué? Porque el Espiritu del pequeño Pedro era en los albores del siglo pasado un noble de la casa de Francia, pero todo lo que le sobraba de blasones y de pergaminos le faltaba de sentimiento y de humanidad. De un carácter violentísimo, irascible sobre toda ponderación, tenia atemorizada a su numerosa servidumbre, en particular a unos cuantos niños que tenia en calidad de pajes. Uno de ellos, el hermoso Isaias, era un niño que todo Paris conocia por su gallarda figura, por lo bien que manejaba su caballo. Las mujeres del pueblo cuando lo veian pasar envidiaban a la madre de aquel niño tan hermoso. Una mañana iba Isaias con su señor, ambos a caballo; el de Isaias tropezó y cayó, el jinete quedó ileso, mas no su cabalgadura, que resultó con gravisimas lesiones, y el noble señor obligó a Isaias a que se echara en el suelo y a latigazos lo dejó muerto. El pueblo se amotinó, las mujeres rugieron como fieras y persiguieron al noble tan de cerca que éste tuvo que refugiarse en la morada real y hasta alli fue el pueblo en masa pidiendo su muerte por la mano del verdugo, ya que no habian podido destrozarle a su placer. Y tan indignado se vio al pueblo, que para evitar males mayores tuvo que condenarse a muerte al noble, quien subió al cadalso escuchando las maldiciones de un pueblo generoso.

El noble de ayer es el pequeño Pedro, que reconociendo su inferioridad gracias al Espíritu de Isaías, que es, se puede decir, su ángel tutelar, eligió uno de sus muchos enemigos para crearse familia en la Tierra. Pedro venia dispuesto a comenzar un ensayo de reconciliación, pero su padre, que en otro tiempo fue victima de su crueldad y murió en el patíbulo por causa suya, no ha podido ver en su hijo más que a un ser que odiaba con todo su corazón, por lo que se ha complacido en atormentarle con ferocidad inaudita, lo que es un baldón de ignominia para todo Espíritu, porque un niño siempre inspira lástima por su impotencia, siendo éste el único medio de reconciliación que se puede emplear en la Tierra. Se necesita ser un monstruo de iniquidad para no sentirse conmovido ante un niño que por feo, por repulsivo que sea, es impotente, no puede defenderse y necesita de todos; si un irracional inspira compasión cuando carece de alimento, ¿qué deberá suceder con un pequeñuelo que no puede defenderse? Por eso el padre de Pedro es un verdadero criminal que ha puesto nuevos eslabones a su larga cadena, y ahora tendrá que ir tras el Espíritu de su víctima pidiéndole clemencia, pues aunque el Espíritu de Pedro está dispuesto a progresar, su perdón no le quita ni un átomo a la enormidad de la cruel venganza de su antiguo y vencido enemigo. Pedro no venia por esta vez a sufrir tal martirio, era un ensayo de reconciliación el que pretendía hacer, dispuesto como se encuentra a trabajar en su progreso. El castigo de sus culpas no necesita que nadie se lo imponga, él será juez y parte a la vez, como lo son todos los Espíritus. No es de fatal necesidad que ningún ser se convierta en verdugo de otro porque éste tenga que saldar muchas cuentas, cada uno es el verdugo de sí mismo. Cuando se tiene que morir de un modo violento o en la mayor miseria, sufriendo cruentos dolores, el odioso papel de atormentador lo hace el Espíritu dominado por su mal instinto, no porque venga a la Tierra con órdenes superiores para torturar a los culpables de ayer. La ley se cumple sin necesidad de ningún agente ejecutivo; no tenéis más que mirar en torno vuestro y os convenceréis. ¿No habéis visto o leído muchas veces que hombres poderosos, con bienes de fortuna, con vida regalada, con familia cariñosa, ponen fin a sus días del modo más horrible? ¿No recordáis a aquel anciano que, en París, disfrutando de una buena renta y de excelente salud, dejando una cartera llena de inmensos valores, se colocó delante de la chimenea completamente desnudo, se untó todo el cuerpo con petróleo y escondió su cabeza entre los troncos candentes? ¿Qué os prueba su modo de morir? Que tenía irremediablemente que carbonizar su cuerpo para sufrir los dolorosos pasajes que a otros ocasionó en la hoguera.

Cuando la prensa relata crímenes horribles compadeced a los verdugos, porque se han condenado a trabajos forzados muchísimos siglos. El placer de la venganza es verdaderamente un placer infernal. ¡Ay de aquéllos que gozan viendo sufrir a un Ser impotente! ¡Ay de aquéllos que se hacen sordos a los gemidos de los niños! Adiós.»

Estoy muy conforme con la comunicación que he recibido; siempre he creído que el papel de verdugo no era necesario a la humanidad; basta al hombre su propia historia para subir a los cielos o descender a los abismos.

AMALIA DOMINGO SOLER

Artículo extraído de su obra «HECHOS QUE PRUEBAN».

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