Hojeando un periódico leí el suelto siguiente, que me impresionó bastante:
«Nos dicen de la ciudad de X: A dos infelices panaderos, el patrón y su mozo, que debían inaugurar una nueva panadería, se les ocurrió, el día de dar comienzo a su labor, quedarse a dormir en el horno: al amanecer se les halló asfixiados. Ha consternado al vecindario lo sucedido por ignorancia de las víctimas, que las ha llevado al sepulcro antes de ver el comienzo de sus ilusiones. (Q.E.P.D. ).
¡Infelices, qué habrán hecho ayer! Esta fue la pregunta que me hice al concluir mi lectura, para morir tan desgraciadamente los dos a un tiempo, a UN TIEMPO tal vez cometieron su horrendo crimen.
«A un tiempo fue, me dice un espíritu, y no creas que los fallecidos fueron criminales de profesión, no; son dos espíritus que en el libro de su larga historia, sólo una página han manchado con tinta roja (vulgo sangre); han sido dos almas muy afines, se quieren desde hace luengos siglos, pero por pequeñas desviaciones de la línea recta no han gozado satisfactoriamente de los placeres inefables que brinda un verdadero amor, y tanto se impacientaron en una existencia que entonces fue cuando llegaron a ser criminales.
El patrón de hoy, era en dicha encarnación un joven apuesto, Luis de Silva; era de una gran familia, huérfano de padres, vivía con sus abuelos maternos, dos octogenarios, que estaban empeñadísimos en que su nieto se consagrara a la iglesia, y para llevarlo por buen camino, le pusieron por maestro a un fraile agustino que era el confesor de la familia, el cual, con la madre de Luis había tenido tanta intimidad, que Luis, más parecía su hijo que su discípulo. Luis, se enamoró ciegamente de una joven muy buena, muy hermosa, pero muy pobre y de origen plebeyo. Sus abuelos, al enterarse, le dijeron terminantemente que nunca consentirían en un enlace tan desigual y que no se contentarían con desheredarle, sino que lo entregarían al tribunal eclesiástico por hereje, porque Luis era un libre pensador a pesar de estar educado y amonestado de continuo por el fraile agustino que no se separaba de él ni para dormir, porque dormían en un mismo cuarto. Luis, ante tal negativa, se enfureció y le dijo a su amada que mataría a sus abuelos si no consentían en su casamiento; ella más prudente y más reflexiva le hizo enmudecer, haciéndole presente a lo que se exponía, pero Luis estaba loco y confió a su maestro sus horribles propósitos. El fraile, que quería a Luis sobre todas las cosas de este mundo, le aseguró que llegaría a lograr sus deseos, siempre que se callara hipócritamente y dejara correr el tiempo sin manifestar impaciencia. Luis, aconsejado por su amada, siguió el camino trazado por su preceptor y los tres de común acuerdo decidieron asesinar secretamente a los ancianos, a los que una mañana encontraron muertos por asfixia. Luis, la noche antes durante la cena, les echó en el vino un narcótico de gran potencia, y el fraile, que era el encargado de rezar con ellos el rosario en su dormitorio y el que los dejaba acostados, aquella noche dejó dos braserillos muy encendidos donde se quemaban unas pastillas odoríferas junto a su lecho, y los dos viejos murieron sin saber que morían completamente aletargados.
Como con los poderosos la justicia humana no se relaciona, la muerte de los ancianos se encontró muy natural, la iglesia elevó sus preces y Luis se casó con la elegida de su corazón y el fraile agustino vivió con ellos meciendo la cuna de sus nietos, pues para él Luis era su hijo. El crimen quedó completamente ignorado y como Luis y su esposa se querían con delirio, aunque algunas veces recordaban su asesinato; eran tan felices y encontraban tan lógico destruir un mundo para gozar ellos un segundo más de placer, que murieron tranquilos y solo mucho tiempo después se despertaron en el espacio y se miraron el uno al otro con horror, sin que por esto dejaran de amarse, pero se dieron palabra mutuamente de morir juntos asfixiados como habían hecho morir a sus abuelos, y volvieron a la tierra. Luis, convertido en un hombre de pueblo y ella en un humilde criado. Los dos han muerto como pidieron: juntos y asfixiados; no merecían vivir tranquilos los que cometieron un doble asesinato, porque aunque les ayudó poderosamente el fraile agustino y este era tan culpable como ellos, el mayor número de criminales no quita la culpa individual de cada uno: cada cual es responsable de sus actos y cada cual paga lo que debe.
Razón tenías al decir que para morir tan desgraciadamente tal vez cometieron un horrendo crimen. Compadeced a todos aquellos que no mueren en su lecho tranquilamente, porque su despertar en el espacio es muy triste. Adiós».
Efectivamente que debemos compadecer a todos aquellos que sin preparación alguna dejan su cuerpo y se encuentran después sin poderse explicar lo que les acontece. Deberá ser horrible ese cambio tan brusco.
¡Qué mala es la impaciencia! Querer gozar sin haber llegado la hora del goce merecido, ¡cuántas angustias proporciona! Por una hora de placer, hay después cien siglos de dolor.
No seamos impacientes, no queramos recoger la cosecha del trigo que no hemos sembrado.
Sembremos primero amor, abnegación, sacrificios, y la recolección será abundante y podremos morir en nuestro lecho rodeados de seres amigos.
La muerte violenta debe ser horrible para el espíritu. Dichosos los que tienen la muerte del justo.
AMALIA DOMINGO SOLER