¿Qué es la vida humana con respecto a la eternidad, sino mucho menos que un día?
Allan Kardec – Cap.V E.S.E
Con frecuencia la desesperación anida en muchas personas al observar a su alrededor el siempre aparente triunfo del mal sobre el bien. En un mundo imperfecto como el que vivimos, nuestra ceguera espiritual nos impide vislumbrar el largo plazo; es decir, las consecuencias que todos los actos que realizamos tienen sobre nuestra propia conciencia.
Al no detectar las consecuencias funestas de nuestras propias acciones, nos creemos eximidos de cambiar en nada; creyendo de forma ignorante que el ejercicio de nuestro libre albedrío no tiene responsabilidad alguna, mientras no sea descubierta la falta que cometemos. Esta conclusión es tan evidente porque entendemos el sentido inmediato y particular de la justicia humana, dónde si nadie te denuncia por cualquier acto delictuoso puedes verte exento de responsabilidad sobre el mismo.
Pero esto demuestra nuestra escasez de miras en el corto plazo; pues creemos que la justicia divina es igual que la humana, y no tiene nada que ver. La primera es perfecta, la segunda a veces ni existe, pues las leyes humanas en que se basa, no son capaces de aplicar siempre la justicia, pues son una serie de normas que los humanos se proveen para vivir en sociedad con un cierto orden y protección a los derechos de todos.
Por un lado, hay quien no cree en Dios ni en las leyes espirituales que rigen la vida humana, por lo que se creen a salvo de sus consecuencias. Nada más lejos de la realidad; en estos casos, -como en el del aforismo de la justicia humana- «la ignorancia de la ley no exime de la responsabilidad de su cumplimiento».Y por otro, aquellos que profesan cualquier religión, filosofía o escuela espiritual que aceptan un poder superior al del hombre, creen con frecuencia que los actos delictuosos que realizamos debido a nuestro carácter imperfecto en lo moral, no tienen repercusiones a largo plazo si son absueltos por su fe. Y ya son cada vez menos los que creen en un infierno eterno y sufriente, contrario totalmente a la idea de un Dios que es todo amor y que ofrece al hombre la oportunidad de rectificar sus maldades las veces que haga falta.
La ignorancia de leyes como la de la evolución, la pluralidad de existencias y la ley de consecuencias o causa y efecto son precisamente la explicación a estas conductas. La justicia divina se apoya en estas leyes para corregir, educar y orientar al hombre en su trayectoria evolutiva de miles de años. Destinado a alcanzar niveles de plenitud, perfección y felicidad absoluta por su propio esfuerzo, se nos dota de libre albedrío, pero también de responsabilidad sobre nuestros actos.
Y esta responsabilidad no se extingue con el olvido de la falta, ni prescribe con el tiempo (como ocurre con algunos delitos en la justicia humana), ni tampoco desaparece con la muerte. Nuestros actos, pensamientos, sentimientos, deseos, etc… forman parte de nuestro propio acervo, de nuestra naturaleza, y como tales quedan indeleblemente grabados en nuestro inconsciente; por ello, como nuestro espíritu es inmortal, cuando se traslada al otro plano de la vida se lleva consigo todo aquello que hemos realizado, lo bueno y lo malo, formando así nuestro carácter, nuestra forma de ser y actuar.
El recipiente dónde archivamos todo esto se denomina «conciencia», y sobre esta se encuentran esculpidas las Leyes de Dios, actuando sobre nosotros mismos; pues nadie puede escapar de sí mismo, de lo que es, de lo que construye y de lo que libremente siembra, en las vidas físicas o en estado espiritual.
Por ello el mal (que no existe por sí mismo, sino como ausencia del bien), es una creación humana que «hace mucho ruido”, que siempre se destaca para el asombro de unos, la comparación de otros, el ejemplo de algunos y el escándalo de los demás. Esta creación nefasta, aparece en nuestras vidas como consecuencia de abandonar los preceptos de las leyes divinas de progreso y evolución en el bien y en el amor; debido a que damos rienda suelta a nuestros instintos más bajos y a nuestras debilidades y flaquezas de carácter, algunas de ellas heredadas de tiempos pretéritos de barbarie y opresión.
Bajo la visión corto-placista de una justicia humana que no castiga al malvado, sino que a veces la propia vida premia sus actitudes con posesiones y bienes materiales debido a su estulticia y abuso de los demás, es comprensible valorar una mayor influencia del mal sobre el bien. Esto es fruto de la ignorancia sobre cómo actúan las leyes divinas y del desconocimiento de las responsabilidades que nuestra siembra de hoy produce en lo que recogeremos el día de mañana.
Efectivamente, la justicia divina es perfecta, y el malvado criminal de hoy, que aparentemente triunfa en la vida y que en el último instante se confiesa creyendo que puede absolver así una vida de oprobio y sufrimiento a los demás, NO RESUELVE NADA. Antes al contrario, al instante de entrar en la vida del espíritu, allí están esperándole sus víctimas, para cobrarse todos los dolores infringidos. Unas víctimas de las que no puede escapar, pues se encuentra vinculado a ellas por el odio, el resentimiento y las acciones cometidas.
Ninguna autoridad moral, religiosa o de cualquier índole tiene capacidad, ni poder, ni siquiera influencia alguna en la aplicación de la justicia de las leyes divinas; y el aserto de «a cada cual según sus obras» se cumple en la tierra y en el cielo.
Pero sigamos con nuestro ejemplo anterior. El malvado, que cuando fallece comienza a recoger la siembra de su cosecha en la venganza de sus víctimas, no acaba ahí con su sufrimiento; antes al contrario, después de largo tiempo experimentando las consecuencias de sus actos, y si consigue arrepentirse de los mismos y la misericordia divina se lo permite, volverá a reencarnar. Y en esta nueva ocasión sufrirá, desde la cuna, las consecuencias de sus actos criminales.
Es habitual que reencarne en un cuerpo débil si abusó de la violencia en la vida anterior; e incluso, si sus crímenes fueron numerosos y sus víctimas siguen queriendo cobrarse el dolor que les produjo, con frecuencia la providencia divina le permite una vida de dolor en un cuerpo deforme, a fin de que pague las deudas contraídas y al tiempo, aquellos que le buscan desde el espacio no puedan localizarle y seguir vengándose de él.
Vemos así cuadros de dolor en personas deficientes que inspiran nuestra compasión, y efectivamente, son dignos de ayuda y de compasión; pues las leyes divinas son justas y nadie recibe ningún sufrimiento que no merezca o necesite. Con ello el bien triunfa sobre el mal; pues la persona en esa circunstancia, impedida de seguir haciendo el mal por su propia disminución mental o física, paga las deudas contraídas, y al tiempo entiende que aquello que hacemos mal lo recogemos en la misma medida, siendo nuestra propia conciencia el juez implacable que nos demanda arrepentimiento, rectificación y reparación.
Ocurre con frecuencia que en esas vidas de dolor, en las que desconocemos las causas de los actores; la madre abnegada o el padre dedicado que han aceptado la enfermedad y deficiencia del hijo querido y que se vuelcan con él, son algunos de aquellos que sufrieron la maldad del ahora hijo desvalido, pero que supieron perdonar y vienen a sacrificarse para ayudarle a romper los lazos con el mal, demostrándole LA FUERZA del perdón y del amor, en definitiva DEL BIEN.
A veces también ocurre que, algunos compromisos de maldad entre ambos, madre-hijo, padre-hija, etc… son solventados de esta misma forma, y por ejemplo, aquel que indujo al mal al hijo, es ahora el padre abnegado que debe sacrificarse por él para saldar la deuda que adquirió con él, cuidándolo, auxiliándolo y ayudándolo a salir de la situación en que se encuentra derivada de su perniciosa influencia en el pasado.
Son ejemplos del TRIUNFO DEL BIEN SOBRE EL MAL, que el tiempo y las leyes divinas se encargan de reajustar, para que siempre, absolutamente siempre, el bien -que es el Amor puesto en acción– oriente y conduzca al hombre al retorno del camino correcto que le haga olvidar el sufrimiento, corrigiéndose en sus defectos y no haciendo a los otros lo que no quiera que le hagan a él.
Nunca olvidemos que desconocemos lo que fuimos y lo que hicimos; por ello mismo, la justicia divina es perfecta, y ante cualquier aflicción, expiación, sufrimiento o prueba que no haya sido generada por nosotros mismos en esta existencia, siempre debemos pensar que detrás de ello se encuentra una poderosa razón -aunque no seamos capaces de vislumbrarla- que nos hará progresar y encaminarnos hacia el bien para conseguir derrotar al mal, abriendo el camino de nuestra conciencia a la felicidad y la plenitud.
Motivo por el cual nuestro agradecimiento a Dios y a su justicia ha de estar siempre presente en nuestras vidas, más todavía cuando el sufrimiento, el dolor o la aflicción se hacen presentes.
Triunfo del bien sobre el mal por: Redacción
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