SENTAR UNAS BUENAS BASES

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    Cuando empezamos a identificarnos con una ideología espiritual en particular, algo nos llena de ilusión, ánimo y esperanza. En ese preciso momento nos encontramos pletóricos de optimismo y todos los objetivos que nos planteamos los vemos realizables a muy corto plazo. Los motivos de unión con los demás
compañeros son prodigados por doquier, comenzando esa andadura por un determinado sendero espiritual con plenitud de fuerzas y grandes proyectos a desarrollar.
 
    Nuestros primeros pasos son primordiales y en ellos se empieza a gestar nuestro futuro inmediato. Las bases que han de soportar todo el edificio se han de construir con firmeza y empeño. Nuestra inexperiencia nos hace titubear en un principio, sin embargo, si contamos con el apoyo de otros compañeros, con rapidez aprenderemos las primeras lecciones y saldremos airosos de las dificultades que, sin duda, se nos plantearán en los inicios e incluso más adelante.
 
  Los conocimientos espirituales aprendidos nos ayudan a comprender las leyes que nos rigen, a entender cuál ha de ser nuestro comportamiento en la Vida, nos invitan a conocernos interiormente y, por encima de todo, nos orientan hacia el bien y a llevar a efecto los más elevados principios morales con nuestros semejantes, sin distinción.
 
    Una vez bien cimentadas en nosotros estas bases, se hace preciso que el edificio comience a construirse de forma constante y «sin dejar para mañana lo que podamos hacer hoy», y dado que son varias las personas quienes se lo plantean así, surgen los objetivos comunes y, movidos por nuestra propia ilusión y la de los demás, comenzamos a dirigir nuestro esfuerzo hacia esas metas. La siembra no tarda en recogerse: un mayor equilibrio en nuestra vida personal y familiar se deja entrever, comenzamos a gozar de una satisfacción interior al ver que nuestros objetivos se van consiguiendo, la Vida toma otro color y para nosotros ya no existe el pesimismo o la apatía sino todo lo contrario, la renovación constante de nuestro ánimo con metas espirituales más ambiciosas de cara al desarrollo constante de nuestra personalidad y repletas de un mayor altruismo hacia el semejante.
 
   La vida diaria será nuestra escuela, presentándonos pruebas y dificultades que pretenderán anular nuestras inquietudes y objetivos. Los prejuicios sociales y «el miedo al qué dirán» son los primeros condicionantes con los que nos encontramos. Muchos no son capaces de afrontarlos y se dejan llevar por ellos olvidándose de las metas que en su día mantuvieron. Aquellos que se enfrentan descubren que ante todo no hay que dejarse guiar a ciegas por lo que los demás hagan o digan, sino razonarlo todo y aceptar aquello que pueda beneficiar espiritualmente tanto a nosotros como a los demás, rechazando lo que sea perjudicial.
 
   Es de importancia capital mantener un equilibrio en nuestro proceder, apartando de nuestros hábitos o costumbres todo gesto de apatía, desgana o comodidad, verdaderos venenos que emponzoñan los más elevados principios dejándolos en meras ideas sin su materialización en la práctica. Asimismo, hemos de cuidar que nuestra convivencia diaria se vea engalanada por el más profundo de los respetos hacia todos nuestros semejantes, brindándoles de igual forma nuestra ayuda sin excusas ni remilgos, al contrario: con total entrega y dedicación, como si de nosotros mismos se tratara.
 
  No nos permitamos nunca que por falta de actividad se empequeñezcan nuestras miras espirituales al no ser correspondidas con la actuación propia. Tampoco desaprovechemos la oportunidad de aunar esfuerzos con otros compañeros que compartan esos objetivos de ayuda al semejante, pues con ese sentido de colaboración, las fuerzas no se suman sino que se multiplican, encontrándonos en disposición de brindar un mayor ejemplo a los demás, no utópico o irrealizable sino al contrario: al alcance de todo aquel que desee seguir por una linea de trabajo semejante.
 
REDACCIÓN
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