El amor; fuerza extraordinaria e inigualable, sólo puede experimentarse en su perfección y potencia a medida que el ser se integra, alcanza la plena conciencia, se identifica con el universo, con el todo, con las fuerzas de la naturaleza en las que se incluyen también los demás seres humanos.
Nadie puede comprender el amor de forma profunda sino se encuentra primero a sí mismo, sino es capaz de amarse a sí mismo en primer lugar, queriéndose, auto estimándose y valorando la esencia divina que todos llevamos dentro y que no es otra cosa que nuestro espíritu inmortal.
Esta chispa divina, esta alma encarnada, cuenta para su desarrollo, de esta fuerza incomparable del universo, que es el amor; capaz de todas las realizaciones, ante la que no existe poder que se oponga, pues viene directamente de Dios; o si queremos, de sus intermediarios, aquellos espíritus de elevada condición que nos protegen, que nos inspiran, que nos ayudan en todas las épocas de la humanidad. Aquellos desconocidos que ayudaron en el progreso de las ciencias, de las artes, de los avances sociales y espirituales que han hecho avanzar este planeta junto a los hombres receptivos a sus inspiraciones.
La expresión del amor varía en función de la evolución de las humanidades; a mayor progreso, mayor presencia del amor en las civilizaciones y sociedades. Esto, aunque nos cueste entenderlo por nuestro escaso adelanto evolutivo, es ley inmutable que rige en todos los mundos habitados, en todas las civilizaciones que pueblan el cosmos y que, al igual que nosotros, caminan de forma extraordinaria hacia su plenitud y felicidad personal.
En aquello que no comprendemos todavía, porque no lo hemos vivido, necesitamos paradigmas, ejemplos en los que apoyarnos para comprender su magnitud, su magnificencia y poder. Tomemos como paradigma y ejemplo al ser que más amó en su paso por la tierra; el maestro Jesús de Nazareth. Ese ser angélico, perfecto, que supo manifestar en su ejemplo y su palabra la magnitud del amor divino. La fuerza que impregna el universo y lo hace avanzar.
Él; paradigma de sabiduría y de amor sin medida, supo entender como nadie la fragilidad de la mente humana, sus debilidades y carencias; y, a pesar de ello, no dejó de manifestar que todos, absolutamente todos, estamos en el mismo camino, y que lo que él hacía, todos podemos hacerlo si seguimos sus pasos.
Él amaba y se elevaba; perdonaba y se entregaba; estaba en el mundo al tiempo que desconectaba de él, en perfecta conjunción y sintonía con la frecuencia divina. Y, participando de su fuerza creadora, colaboraba con ella, interpenetraba las conciencias, leía las aflicciones del espíritu milenario, ofreciendo el auxilio profundo a cada ser y llamando a la luz interior de cada uno disipando la oscuridad, consiguiendo rescatarla en lo más profundo del alma humana.
Él era el amor encarnado, la fuerza de Dios en la tierra, implementada en sus actos, vertida en su palabra, ejemplificada en su obra y en su sacrificio. Todo en él era luz entre las sombras, claridad entre la bruma, camino expedito y naturaleza abierta hacia las profundidades del ser. Pero siempre, regido en su conducta por el Amor, la auténtica religión del hombre, pues es el único camino que nos «religa» a nuestro creador, Dios.
Este paradigma de amor sin límites, de perdón sin límites, de humildad sin límites, ha sido comprendido mínimamente. Todos se afanan en explicarlo, todos quieren comprenderlo con razones, argumentos, teologías, etc. sin darse cuenta que a él no se le comprende, sólo se le acepta y se le entiende pálidamente viviendo como él vivió: amando a sus semejantes como a uno mismo.
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…. «Lo que yo hago vosotros también podéis hacerlo, es preciso querer y esforzarse por conseguirlo…..»
Jesús
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Hagamos de nuestra vida esta virtud, este paradigma extraordinario del amor como la base de nuestro comportamiento diario: de nuestros pensamientos diarios, de nuestras emociones diarias. Así, sólo así, comprenderemos la grandeza de esta fuerza grandiosa, que no es un sentimiento, no es una emoción más; es la base de la creación divina.
Es el sustento poderoso que subyace en todo lo que existe; que une planetas, que crea las supernovas, que forma los universos físicos y espirituales; que nos transporta con igual facilidad al conocimiento profundo de nosotros mismos, de nuestro ser inmortal, como al del universo que nos rodea, hasta identificarnos con el todo, con aquello a lo que no podemos renunciar, pues formamos parte de ello: la creación divina.
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«La materia física es hija de los reinos espirituales; toda realidad que este mundo posee, se debe a los mundos de arriba»
Dr. Eben Alexander- Libro: El Mapa del Cielo
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Esta identificación no supone pérdida de individualidad, sino más bien al contrario; significa esencialmente expansión de nuestra conciencia. A mayor identificación con la obra divina, mayor capacidad personal e individual para entender la creación y colaborar con Dios en el proceso evolutivo de los mundos y las civilizaciones.
El hombre se siente orgulloso de sí mismo; se ve a sí mismo como la cúspide de la evolución en el universo, como la raza superior que intenta dominar y comprender todo; cuán lejos está de la auténtica realidad de la vida y de la verdad. A medida que vamos creciendo espiritualmente, comprendemos que el ser humano es una etapa evolutiva más, una circunstancia necesaria para alcanzar estados más perfectos de evolución, donde la capacidad de amar y comprender es tan inmensa que apenas la vislumbramos.
¿De dónde creemos que proceden estos grandes seres que han venido a la tierra a dar ejemplo y marcar caminos de progreso a la humanidad? Vienen de otras esferas, de otros planos de vida, más elevados, incomprensibles para nosotros, todavía seres imperfectos, pero, al igual que ellos, todos llegaremos a esas áreas de felicidad y plenitud, mediante el esfuerzo y sobre todo «el amor».
¿Cómo definirlo? ¿Cómo vivirlo? ¿Cómo sentirlo? Es una dirección de doble sentido, al mismo tiempo que amamos, lo recibimos, al mismo tiempo que perdonamos, nos perdonan, al mismo tiempo que practicamos diariamente con la bondad y la caridad, estas llegan a nuestra vida centuplicadas en el momento necesario.
Demos las gracias; nunca debemos cansarnos de expresar gratitud hacia nuestro creador; hacia el ser que todo lo puede, hacia la causa primera de todas las cosas, la inteligencia suprema que a todos nos ha creado por amor. Y siempre es el amor el que nos rescata de las deudas, de las aflicciones, del sufrimiento y de la debilidad. Incluso en las etapas más sombrías de nuestra trayectoria evolutiva; ante los más horrendos crímenes, ante los corazones más endurecidos, la única fuerza que derriba los muros de la crueldad, de la venganza, del odio y de la ira es el amor, en sus dos acepciones principales: la caridad y la compasión.
Cuando la inmortalidad forma parte de nuestra esencia, creamos o no en ella, queramos o no queramos, nuestros sentidos físicos son incapaces de abarcar la grandeza del amor que nos otorgó esta dádiva. Nada, absolutamente nada es capaz de detener la fuerza del amor: ni la muerte (que no existe), ni el dolor, ni el sufrimiento, ni la infelicidad.
Si queremos participar de la obra divina, de la esencia más pura del universo, del todo físico y espiritual en el que vivimos: amemos…a nosotros mismos, a los que nos rodean, a la naturaleza, a los animales, a los enemigos, a los que sufren, a los desheredados, a los que nos ofenden, a los que nos vilipendian, a todos aquellos que, en su atraso evolutivo, todavía mitifican el reino del egoísmo y la naturaleza inferior. Todos hemos pasado por esas etapas y todos necesitamos del perdón, pero sobre todo del amor interior para regenerarnos.
Retomemos el ejemplo del incomprendido maestro galileo; el ser de luz que a todos dirige en este planeta, y amemos como él lo hacía, como él lo definió:
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…»mi religión se reduce a amar a todos mis semejantes como a mí mismo, lo cual me obliga a hacerles todo el bien posible, aunque el cumplimiento de este deber llegue a costarme la vida»…
Jesús de Nazareth
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Antonio Lledó Flor
2015 Amor, paz y caridad