En un hospicio de provincias había un niño de unos ocho a diez años, en un estado difícil de describir; no estaba allí designado sino bajo el número 4. Enteramente contrahecho, ya fuese por deformidad natural, ya a consecuencia de la enfermedad, sus piernas contorneadas tocaban a su cuello; era tan delgado, que
los huesos le agujereaban la piel; su cuerpo no era más que una llaga y sus sufrimientos, atroces. Pertenecía a una pobre familia israelita, y esta triste posición duraba hacía cuatro años. Su inteligencia era notable para su edad; su dulzura, su paciencia y resignación eran edificantes. El médico que le visitaba, movido a compasión por este pobre ser en cierto modo abandonado, pues no parecía que sus padres fuesen a verle muy a menudo, tomó interés por él y se complacía en hablarle, encantado de su razón precoz. No solamente le trataba con bondad, sino que, cuando sus ocupaciones se lo permitían, iba a darle lecciones y se admiraba de la rectitud de su juicio sobre cosas que parecían superiores a su edad.
los huesos le agujereaban la piel; su cuerpo no era más que una llaga y sus sufrimientos, atroces. Pertenecía a una pobre familia israelita, y esta triste posición duraba hacía cuatro años. Su inteligencia era notable para su edad; su dulzura, su paciencia y resignación eran edificantes. El médico que le visitaba, movido a compasión por este pobre ser en cierto modo abandonado, pues no parecía que sus padres fuesen a verle muy a menudo, tomó interés por él y se complacía en hablarle, encantado de su razón precoz. No solamente le trataba con bondad, sino que, cuando sus ocupaciones se lo permitían, iba a darle lecciones y se admiraba de la rectitud de su juicio sobre cosas que parecían superiores a su edad.
Un día le dijo el niño: Doctor, tened la bondad de darme todavía píldoras como las últimas que me habéis prescrito. -¿Por qué, hijo mío?, contestó el médico; te he dado las suficientes y temo que mayor cantidad te haga mal. -Es que, replicó el niño, sufro de tal modo, que por mas esfuerzos que hago para no gritar rogando a Dios me dé fuerza para no quejarme a fin de no molestar a los otros enfermos que están a mi lado, tengo mucho trabajo en conseguirlo; las píldoras me duermen, y entretanto, no incomodo a nadie.
Estas palabras bastan para demostrar la elevación del alma que encerraba aquel cuerpo deforme. ¿Dónde había adquirido este niño semejantes sentimientos? No podía ser en el centro en que había sido educado y, por otra parte, a la edad en que empezó a sufrir no podia aún comprender ningún razonamiento; eran, pues, innatos en él; pero entonces, con tan nobles instintos, ¿por qué Dios le condenaba a una vida tan miserable y dolorosa, admitiendo que hubiera sido creada esta alma al mismo tiempo que ese cuerpo, instrumento de tan crueles sufrimientos? ¡Oh, es preciso negar la bondad de Dios o admitir una causa anterior; esto es, la preexistencia del alma y la pluralidad de existencias! El niño murió y sus últimos pensamientos fueron para Dios y para el médico caritativo que había tenido piedad de él.
Después de algún tiempo fue evocado en la Sociedad de Paris, donde dio la comunicación siguiente (1863):
«Me habéis llamado; he venido para que mi voz se oiga más allá de este recinto impresionando a todos los corazones; que el eco que ella haga vibrar se oiga hasta en la soledad; les recordará que la agonía de la tierra prepara las alegrías del cielo y que el sufrimiento no es más que la corteza amarga de un fruto deleitable que da valor y resignación. Les dirá que sobre el pobre lecho donde yace la miseria están los enviados de Dios, cuya misión es enseñar a la humanidad que no hay dolor que no pueda sufrirse con la ayuda del Todopoderoso y de los buenos Espíritus. Les dirá también que escuchen los lamentos mezclándose con las plegarias y que comprendan la piadosa armonía de éstas, tan diferente de los acentos culpables del lamento mezclado con la blasfemia.
«Uno de vuestros buenos Espíritus, gran apóstol del espiritismo, ha tenido a bien dejarme este sitio esta noche; asimismo debo deciros a mi vez algunas palabras del progreso de vuestra doctrina. Debe ayudar en su misión a aquellos que se encarnen entre vosotros para aprender a sufrir. El espiritismo será la mira indicadora; tendrán el ejemplo y la voz; entonces se cambiarán los lamentos en gritos de alegría y lágrimas de gozo».
¿Parece, según «lo que acabáis de decimos, que vuestros sufrimientos no eran expiaciones de faltas anteriores?
«No eran una expiación directa, pero estad seguros de que todo dolor tiene su causa justa. El que habéis conocido tan miserable fue hermoso, grande, rico y lisonjeado; tuvo aduladores y cortesanos, fue vano y orgulloso. En otro tiempo fui muy culpable; he renegado de Dios y hacía mal a mi prójimo; pero lo he expiado cruelmente, primero en el mundo de los Espíritus, después en la tierra. Lo que he sufrido durante algunos años solamente, en esta última y corta existencia, lo he sufrido ya durante otra existencia hasta la extrema vejez. Por mi arrepentimiento he encontrado gracia ante el Señor, que se ha dignado confiarme muchas misiones, la última de las cuales os es conocida. La he solicitado para acabar mi depuración.
«Adiós, amigos míos; volveré algunas veces entre vosotros. Mi misión es consolar, no instruir; hay muchos aquí cuyas heridas están ocultas, que se regocijarán con mi venida».-Marcelo.
Extraído de «EL CIELO Y EL INFIERNO 0 LA JUSTICIA DIVINA», de ALLAN KARDEC.