Veamos cómo define la R.A.E. a la sociedad de consumo:
“Dicho de la sociedad o de la civilización que está basada en un sistema tendente a estimular la producción y uso de bienes no estrictamente necesarios”.
Vivimos inmersos en una sociedad que es capaz de producir cualquier artículo y en cantidades desproporcionadas e incluso exageradas; una sociedad que es capaz de producir casi de todo y, generalmente, mucho más de lo necesario. Una sociedad que es capaz de producir todo tipo de artículos, comercializarlos y hacerlos llegar a los rincones más perdidos del planeta, en aras de su uso y consumo.
Fabricamos, compramos y vendemos desenfrenadamente, con la promesa de una felicidad al alcance de la mano: «Si compras este artículo serás más feliz, tendrás todo lo que deseas, te sentirás mejor, te divertirás más, tendrás el cielo al alcance de la mano y serás más dichoso; sí, puedes poseer todo lo que anhelas, porque estás comprando lo último, lo mejor, justamente aquello que te falta, y eso te hace diferente, especial”.
Y mañana te ofreceremos más, y después, más aún, y todo aquello que poseías antes se ha quedado obsoleto y caduco. Y necesitas comprar. Una vez más careces de las últimas novedades, ya no estás a la moda, te has quedado estancado y no puedes alcanzar el éxito; no puedes triunfar, pasas desapercibido y eso te impide ser feliz; porque careces de aquello que te dicen es lo mejor.
¡Qué triste verse inmerso en ese sistema y convencido de que es la única forma de entender la vida! Qué triste verse atrapado en una red comercial que nos ha convertido en su fin, en “el objeto de la sociedad de consumo y punto de mira de las grandes multinacionales”. No obstante, la felicidad no se alcanza pulsando iconos y teniendo cada vez más. Qué duda cabe que podemos comprar prácticamente de todo, pero hemos de tener siempre presente que, así, no alcanzaremos la felicidad. La verdadera felicidad no está ligada a los bienes de consumo, a las cosas perentorias, a las cosas materiales. Quizás nos sintamos felices por unos instantes, quizás un día, quizás un mes, un año, pero no durará siempre; es una felicidad efímera. Por dentro seguiremos vacíos. ¡Qué esperabais acaso encontrar!
La felicidad se consigue luchando, se instala en nuestro yo, dentro de la conciencia superior que nos anima, y no se puede sustituir por bienes o disfrutes materiales; sólo se consigue mediante el trabajo, la realización y el desarrollo de los valores internos.
Podemos comprar una bonita casa, elegante, atractiva, pero no podemos comprar un hogar cálido y feliz. Esas cualidades nunca han estado a la venta, se construyen segundo a segundo y mediante la dedicación y el amor hacia los seres con los que compartimos la vida.
Con dinero, con riquezas, podremos comprar el confort, las comodidades, unos muebles preciosos, un mejor colchón; podremos comprar entretenimiento, diversiones, pero nunca podremos comprar el disfrute de un dulce sueño. Podremos comprar alimentos sugerentes y caros, podremos comprar muchos caprichos, pero no podremos comprar la salud y la paz de espíritu. Con dinero podremos influir en las personas, comprar las relaciones, conseguir ventajas sociales, pero nunca una verdadera amistad.
“La sociedad de consumo ha nacido de la fe en el dogma de la publicidad: Con el dinero se puede comprar todo”.
Phil Bosmans, El derecho al amor.
El consumo desaforado, junto con el afán de poseer sin medida, quedan muy alejados de la auténtica felicidad; de la felicidad que da sentido a la vida. De la felicidad que da saber los motivos para nacer y vivir, de la seguridad que da evolucionar, aunque sólo sea un ápice, los valores internos, los auténticos valores que amplían la conciencia. Como entidades espirituales que somos, únicamente el hecho de poder descubrirnos internamente puede facilitarnos la paz de espíritu y la satisfacción de estar realizando el compromiso para el que hemos sido creados: la búsqueda de la perfección.
Cuanto más nos alejemos de esa realidad tangible, tanto más difícil resultará aceptarnos a nosotros mismos y nuestros íntimos anhelos. Deambularemos de un lado a otro buscando la paz interior, la plenitud; intentaremos buscar la felicidad en lo externo, en lo efímero, y encontraremos el fracaso. El hombre está hecho para crecer, para engrandecerse, para descubrir la razón de cada uno de los átomos del universo. Necesita saber qué es y hacia dónde se dirige. El hombre, ese pequeño Dios en ciernes, es apenas una obra recién iniciada. Él es el único artífice de su destino; de un destino que ha de ir completando a lo largo de cada nueva existencia, buscando la perfección, la sabiduría, la grandeza, y haciéndolo en cada nueva oportunidad que recibe de su Creador.
Cuando un deportista alcanza el cénit de su carrera, se siente íntimamente pleno, orgulloso y feliz, sus objetivos los ha cumplido. Ha llegado a la cumbre, a lo máximo que podía obtener mediante la práctica de su deporte, poniendo en juego todo su esfuerzo y tesón en la lucha para obtener la perfección, buscando llegar, cada vez, un poco más lejos. Y así sucede con cualquier faceta de la actividad humana. El hombre justo, responsable y noble, ese que ha encontrado el sentido a la vida, se dedica, con fe y esperanza, a la búsqueda de la perfección, a llegar a lo más alto en su íntima evolución. Sabe que dispone de capacidad para hacerlo, que puede conseguirlo, que no importan los esfuerzos; sabe que puede alcanzar la meta y que, para ello, tiene que trabajar con constancia y dedicación. No le motivan ni el reconocimiento ni los trofeos, únicamente la validez de sus esfuerzos y la convicción de alcanzar las metas deseadas. Y lucha por conseguir todo aquello que sus cualidades personales le permiten obtener.
Así es nuestro espíritu, necesita desarrollarse, engrandecerse, conocerse y liberarse de todo lo que durante la vida material, estando encarnado, le puede obstaculizar y apartarle del verdadero camino. Y, a pesar de los reveses, no puede permanecer alejado por mucho tiempo del motivo de su existencia; no puede cegarse por las cosas materiales, por esa sociedad de consumo que le hipnotiza y le arrastra hacia los bienes materiales y que le mantiene lejos de su trabajo interior, del trabajo que es el destino de su vida.
La felicidad no viene con una etiqueta, no tiene precio; su coste es el trabajo interior, el desarrollo de los valores internos. Es el amor a la humanidad, el respeto hacia las personas cercanas y la tolerancia hacia quienes pueden molestar o contrariarle, por el hecho de ser distinto. La felicidad es un bien común, para todos, pero la sociedad de consumo está enfocada hacia las personas con poder económico, con recursos, hacia las personas que pueden comprar bienes a través del dinero. ¡Craso error, si piensan que pueden comprar también la felicidad!
Quienes necesitan poseer, y no saben ni quieren dejar esa actitud, lo hacen porque se encuentran huecos en su interior y necesitan llenar ese inmenso vacío. Están confundidos si piensan que con cosas materiales pueden llenar ese agujero. Pero si no lo intentan, se sienten vacíos, insatisfechos, angustiados y depresivos; no encuentran sentido a la vida, carecen de dirección y coherencia en el orden de valores. Y una persona sin valores es como un árbol sin ramas, desnuda, que en lugar de enraizarse y construirse a sí misma, confía en que las conquistas externas le darán esa personalidad que no consigue. ¡Vana ilusión!
Buscamos que la sociedad nos juzgue por lo que tenemos, por lo que aparentamos, por cómo vestimos, por qué coche tenemos o por cómo gastamos el dinero, pero en nuestro fuero interno sabemos que nada de eso importa realmente, que no son más que castillos en el aire; sabemos que lo que realmente importa, no son los signos externos, sino el ser que busca trascender, el ser espiritual. Cuando la vida concluye y el hombre rinde cuentas a su conciencia, únicamente dispone del trabajo realizado, el único bagaje que le acompañará en su tránsito.
La armonía, el bienestar y el sosiego no vienen envueltos en papel de celofán ni dentro de una bolsa bonita o en una elegante caja de cartón; vienen como resultado del trabajo bien realizado, de ese trabajo interno que el hombre siente y anhela. Aparece sin previo aviso, le envuelve, le inunda de luz y energía, le llena de fuerzas para seguir adelante. Es el motor de la vida y no requiere bienes materiales, solo busca un corazón latiendo, un pensamiento positivo, una buena acción, emociones, gratitudes y sentimientos que, aunque puedan parecer insignificantes, son la base de la vida real.
Bienvenidos sean la ciencia, la tecnología, los conocimientos y el progreso en general, pero acompañados de un ideal, de un amor a la vida, de un deseo de compartir y, sobre todo, de la inteligencia para saber usarlos. Encontraremos así el verdadero camino, y ya no vagaremos, perdidos en un mundo artificial, en un mundo que intentará engañarnos, confundirnos y hacernos sus esclavos, convertirnos en unas mentes bajo su control.
Si realmente sentimos una necesidad constante de consumir y consumir, algo no está funcionando, algo falta, algo se nos escapa. Por unos instantes, paremos y analicemos lo que sucede, cuál es la dirección correcta a tomar. La felicidad no llega con una cuenta corriente grande y saneada, basta con tener lo suficiente para vivir. ¡Para qué más! Sobra lo superfluo y falta la moderación. El mero deseo de tener por tener nos desequilibra y mantiene ignorantes del fin al que estamos llamados, de la búsqueda del hombre espiritual.
¡El hombre lleva tanto dentro! ¡Tanto por descubrir y exteriorizar!
El individuo ha quedado atrapado entre las cosas materiales, dominado por la sociedad de consumo y alejado de la realidad de ser y existir. No hay mayor crisis que la del ser humano creándose un consumo descontrolado y unas necesidades artificiales, innecesarias, olvidándose de sí mismo.
A menudo valoramos las cosas por lo que valen, y no reparamos en el valor que encierra la libertad interior que perdemos al poseerlas.
Gustavo Villapalos.
Prefiero consumir amor hacia mis semejantes, cariño hacia mi propia familia y amigos, perdón hacia quienes no comprendo.
Prefiero consumir voluntad para conseguir lo que aún no está a mi alcance.
Prefiero parecerme a las grandes personas que me han precedido y que me han dejado su legado y ejemplo.
Prefiero aprender de los grandes genios, filósofos y artistas.
Prefiero vivir inmerso en quehaceres, retos, compromisos y responsabilidades por cumplir.
Y soy consciente de que todo esto lo conseguiré mediante el trabajo interior, el trabajo que me ocupará positivamente y me alejará de la tiranía de una sociedad de consumo, de una sociedad que intentará arrastrarme por ese río incontrolable y vacío que conduce a ninguna parte.
La sociedad de consumo por: Fermín Hernández Hernández
© Amor, Paz y Caridad, 2018