JOSE MAITRE (CIEGO)

0
28
 
  José Maitre pertenecía a la clase media de la sociedad; gozaba de un modesto bienestar que le ponía al abrigo de las necesidades. Sus padres le habían hecho dar una buena educación y le destinaban a la industria, pero a los veinte años quedó ciego. Murió en 1.845, teniendo unos cincuenta años. Una segunda dolencia había venido a herirle; cerca de diez años antes de su muerte quedó completamente sordo; de modo que sus relaciones con los vivos sólo podían verificarse por medio del tacto.
No ver era ya muy penoso, pero no oir era un cruel suplicio para aquel que, habiendo gozado de todas sus facultades, debía sentir aun mayormente los efectos de esa doble privación. ¿Por qué había merecido esta triste suerte? No seria por su última existencia, porque su conducta había sido siempre ejemplar; era un buen hijo, de carácter dulce y benévolo, y cuando se halló, para colmo de males, privado del oído, aceptó esta nueva prueba con resignación y nunca se le oyó pronunciar una queja. Sus conversaciones denotaban perfecta lucidez de entendimiento y una inteligencia poco común.
 
  Una persona que le había conocido, presumiendo que se podían sacar útiles instrucciones de una conversación con su Espíritu, le llamó y recibió de él la comunicación siguiente, en contestación a las preguntas que se le dirigieron.
 
(París, 1.863)
 
  Amigos míos, os doy gracias por haberos acordado de mí, aunque quizás no hubierais pensado en ello si no hubieseis creído sacar algún provecho de mi comunicación; pero sé que os anima un objeto formal; por eso vengo a gusto a vuestro llamamiento; puesto que se me permite, dichoso soy de poder servir a vuestra instrucción. ¡Ojalá que mi ejemplo pudiese aumentar las pruebas tan numerosas que os dan los Espíritus de la justicia de Dios!
 
  Me habéis conocido ciego y sordo y os habéis preguntado lo que había hecho para merecer semejante suerte; voy a decíroslo. Sabed desde luego que es la segunda vez que he sido privado de la vista. En mi precedente existencia, que tuvo lugar a principios del último siglo, quedé ciego a la edad de treinta años, a consecuencia de excesos de toda clase que habían arruinado mi salud y debilitado mis órganos; ya era castigo por haber abusado de los dones que había recibido de la Providencia, pues estaba ricamente dotado, pero en lugar de reconocer que yo era la primera causa de mi dolencia, acusaba de ésta a la misma Providencia, en la que, hablando francamente, creía poco. He blasfemado contra Dios, le he renegado, le he acusado, puesto que así hacía sufrir a sus criaturas. Por el contrario, debía haberme considerado feliz por no verme en la necesidad de mendigar el pan como otros desgraciados ciegos. Pero no, no pensaba sino en mí y en la privación de los goces que se me había impuesto. Bajo el imperio de estas ideas y de mi falta de fe me había vuelto áspero, exigente, en una palabra, insoportable para aquellos que me rodeaban. La vida en adelante no tenía objeto para mí; no pensaba en el porvenir, que miraba como una quimera. Después de haber agotado inútilmente todos los recursos de la ciencia, viendo mi curación imposible resolví acabar más pronto y me suicidé.
 
  Cuando desperté estaba sumergido en las mismas tinieblas que durante mi vida. No tardé, empero, en reconocer que no pertenecía al mundo corporal, pero era un Espíritu ciego. ¡La vida de ultratumba era, pues, una realidad! En vano trataba de quitármela para hundirme en la nada: chocaba con el vacío. Si esta vida debía ser eterna como había oído decir, ¿estaría, pues, durante la eternidad en esta situación? Tal pensamiento era horrible. No sufría, pero deciros los tormentos y las angustias de mi Espíritu es cosa imposible. ¿Cuánto tiempo duró esto? Lo ignoro. ¡Pero qué largo me pareció!
 
  Extenuado, fatigado, por fin volví en mí; comprendí que una potencia superior me dominaba; me dije que si esa potencia podía oprimirme, podía también aliviarme, e imploré su piedad. A medida que rogaba y que mi fervor aumentaba, alguién me decía que mi cruel situación tendría término. La luz se hizo, en fin; mi alborozo fue extremo cuando entrevi las celestes claridades y distinguía a los Espíritus que me rodeaban, sonriendo con benevolencia y meciéndose radiantes en el espacio. Quise seguir sus pasos, pero una fuerza invisible me retuvo. Entonces uno de ellos me dijo: «Dios, a quien has desconocido, ha tomado en cuenta tu retorno a El, y nos ha permitido restituirte la luz, pero no has cedido sino a la fuerza y al cansancio. Si quieres en adelante participar de la dicha que se goza aquí, es necesario probar la sinceridad de tu arrepentimiento y de tus buenos sentimientos volviendo a empezar tu prueba terrestre, en condiciones tales que estés expuesto a caer en las mismas faltas, porque esta nueva prueba será más ruda aún que la primera». Acepté solicito, prometiéndome mucho no desfallecer.
 
  Volví, pues, a la tierra con la existencia que conocéis. No tuve trabajo en ser bueno, porque no era malo por naturaleza; me había rebelado contra Dios y Dios me castigó. Vine a ella con fe innata; por esto no murmuré de El y acepté mi doble dolencia con resignación y como una expiación que debía tener su origen en la soberana justicia. No me desesperaba por el aislamiento en que me encontraba en los últimos años, porque tenía fe en el porvenir y en la misericordia de Dios; me ha sido además muy provechoso, porque durante esa larga noche en que todo era silencio mi alma más libre se lanzaba hacia el Eterno, y con el pensamiento entreveía lo infinito. Cuando ha venido el fin de mi destierro, el mundo de los Espíritus no ha tenido para mí sino esplendores y goces inefables.
 
  La comparación con el pasado me hace encontrar mi situación relativamente muy dichosa y por ello doy gracias a Dios; pero cuando miro adelante veo cuán lejos estoy aún de la dicha perfecta. He expiado, me es preciso ahora reparar. Mi última existencia ha sido provechosa sólo para mí; espero volver pronto a comenzar una nueva en que podré ser útil a los otros; ésta será la reparación de mi inutilidad precedente; sólo entonces avanzaré en el camino bendecido, abierto a todos los Espíritus de buena voluntad.
 
  He aquí mi historia, amigos míos; si mi ejemplo puede iluminar a algunos de mis hermanos encarnados y ahorrarles el caer en el fango en que he caído, habré comenzado a satisfacer mi deuda.
 
JOSE
 
Artículo extraído de «El cielo y el infierno o la Justicia Divina» de Allan Kardec.
 
Publicidad solidaria gratuita