El orgullo también es un pecado
No hace muchos días que vino a verme mi amiga Alicia, espíritu para mí muy simpático. Espiritista convencida que lee con gran aprovechamiento todo cuanto se escribe sobre Espiritismo, traduciendo y comentando sus mejores obras sin que su verdadero nombre salga a relucir. Así como sus trabajos espiritistas los oculta para evitar disgustos de familia, de igual manera oculta sus inquietudes, sus ansiedades, sus temores. Cuando hablo con ella comprendo que estoy leyendo un libro del cual no veo más que la primera hoja, las demás están sin cortar. La última vez que la vi me sorprendió mucho encontrarla más comunicativa, más expansiva. Aquel espíritu superior descendía de su alto pedestal, se humanizaba, y al advertir tal cambio, mi alegría no tuvo límites y se lo demostré diciendo:
—No sé qué noto en ti, pero te encuentro más cariñosa, más cerca de mí.
—Indudablemente. ¿No ves que el dolor es el gran demócrata del Universo? Los que sufren se entienden fácilmente (como decía Campoamor); tú hace tiempo que sufres; yo en estos últimos años también he sufrido reveses, y por ley de afinidad, me pongo al habla contigo (como dicen los marinos) a ver si tú me puedes aclarar lo que yo no alcanzo a ver. Ya sé que estás en muy buenas relaciones con los espíritus, que estos te cuentan muchas historias, y yo deseo que una vez más contesten a tus preguntas, no para satisfacer mi curiosidad, sino para estudiar uno de los capítulos de la historia humana. Creo que ya sabes que me quedé viuda. Mi marido murió de la muerte más horrible que puedas imaginar, ¡de hambre!… Estaba muy bien y muy sano, sabía cuidarse como pocos hombres. Su ciencia médica le servía admirablemente para no padecer dolores físicos, pero un dolor moral le hizo olvidar todos los métodos higiénicos, se entregó en brazos de una muda obstinación y su vida fue extinguiéndose como se extingue la luz de una lámpara a la cual le falta el aceite necesario. Era bueno, pero adusto. Su mundo era la ciencia, su familia, sus innumerables enfermos, y sus únicos goces era devolver la vista a los ciegos. Por centenares se cuentan los ciegos que él ha curado, en todas las clases sociales. Lo mismo atendía a los más pobres que a los más ricos. Las operaciones más difíciles jamás se las encargaba a sus ayudantes, como hace la generalidad de los médicos en la consulta gratuita. Él, no; donde veía más peligro allí estaba él, tanto le daba que fuera un leproso repugnante como un enfermo aristocrático y perfumado. La ciencia (según él decía) es la igualdad en acción, jamás se hizo el sordo cuando le llamaron los afligidos.
—¡Qué bien deberá estar en el cielo!
—Indudablemente, a no ser que su muerte sea un obstáculo para su gloria, porque él se mató, el suicidio se efectuó.
—¿Y cuál fue el motivo de tan violenta determinación?
—Ya te lo diré. Una de mis hijas se casó y fue madre de una niña preciosa, con unos ojos hermosísimos que parecían dos luceros. Desde que nació, mi marido enloqueció por ella y la chiquilla por él. El abuelo y la nieta eran dos cuerpos y un alma, estando juntos ya estaban contentos.
Pero, hija, la viruela se apoderó de los ojos de mi nieta y de todo su cuerpo, pero sobre todo de los ojos. Mi marido ni comía ni dormía, estaba al lado de la pobre niña devorando libros, buscando la luz para aquellos ojos que eran su vida. Devolvió la luz a uno, pero el otro salió de su órbita y mi marido creyó enloquecer, se retiró a su cuarto y yo le oí que exclamaba a solas: ¿Será posible? Yo, que he devuelto la vista a tantos ciegos; yo, que he curado a tantos sifilíticos, y a este ángel tan hermoso no he podido curarle más que a medias.
¿Para qué me ha servido mi ciencia? Para nada.
Y se negó a tomar toda clase de alimentos. Vivió algunos días alimentándose con agua. Todas mis súplicas fueron vanas. Él sólo me decía: “Es inútil cuanto me dices. No puedo tragar, hasta el agua me cuesta trabajo pasar”. Dos días antes de morir me pidió frutas muy maduras, pero… ya era tarde, murió de hambre sin exhalar una queja; solo decía entre dientes: “Cuando de nada se sirve, se deja el sitio para otro”.
Ahora bien, ¿qué lazo le unía con su nieta? Bien tenía otros nietos, y por ninguno de ellos se desvivió como por su niña querida. Si puedes, pregúntale al Padre Germán qué historia tienen esos dos espíritus, porque morir de dolor como murió mi marido, un hombre tan serio, tan grave, tan entregado a la ciencia, causa muy poderosa le debe haber impulsado a sucumbir tan trágicamente.
—Yo te prometo que aprovecharé la primera oportunidad para complacerte.
Cumplí mi palabra preguntando al Padre Germán lo que deseaba saber Alicia, y el Espíritu me contestó lo siguiente:
«Justo es el deseo que os impulsa a las dos, y motivo de estudio será lo que yo te diré. Escucha con la mayor atención. El hombre que ha muerto de hambre, al que llamaremos Raúl, y su nieta, son dos espíritus que hace muchos siglos que caminan juntos. Han estado unidos por los lazos terrenales y en sus últimas existencias han sido amigos inseparables, mejor dicho, maestro y discípulo, porque Raúl hace luengos siglos que se ocupa en curar a los enfermos, y la que hoy fue su nieta, ha sido anteriormente su discípulo más ventajoso, su ayudante más práctico. Tenía fama, casi tanta como su maestro. Los dos eran inseparables, el uno complementaba al otro. Tanta suerte tenían en sus curaciones que llegaron a enorgullecerse el maestro y el discípulo, porque eran realmente infalibles en sus juicios médicos. Sus palabras eran proféticas, nunca se equivocaban, ni asegurando bienes ni presintiendo males. Y se llegaron a persuadir de tal modo de su infalibilidad, que no se contentaron con seguir las huellas de otros sabios doctores, sino que inventaron nuevos métodos y procedimientos especialísimos. Para mayor seguridad, en sus experimentos no se contentaban con hacer ensayos en diversos animales, como es costumbre inmemorial, para ver el resultado que producen los sueros y otras inyecciones hipodérmicas, sino que en los hospitales y en los asilos de infancia hacían sus ensayos en infelices niños sin familia. Los unos morían, los otros se salvaban y los dos sabios no sentían el menor remordimiento por la muerte de aquellos inocentes. ¿Qué era la muerte de un niño sin familia ante el bien que aquel ensayo reportaría a la humanidad? Y además del bien producido, la fama universal que aquellos dos sabios médicos alcanzaban día tras día les llenaba de orgullo. Se creían infalibles, porque de lejanas tierras venían los enfermos en peregrinación para recobrar la salud perdida.
»Raúl era verdaderamente una celebridad médica, su discípulo no se separaba de él un instante y, cosa rara, no envidiaba a su maestro; como estaban unidos hacía tantos siglos por íntimos y legítimos amores, su admiración rayaba en idolatría, exenta de las miserias terrenas, y su mayor placer era proporcionar a su maestro niños desamparados, en los cuales Raúl ensayaba la eficacia de sus atrevidos inventos. Los dos se creyeron verdaderamente dioses, el orgullo los cegó; y el orgullo también es un pecado, y como todo pecado tiene su condena, Raúl y su discípulo han pagado en esta existencia una parte de su larga cuenta.
»Tenaz dolencia veía que se equivocaba, que su acción curativa no respondía al impulso de su pensamiento, y si esto le desesperaba con los seres extraños, su desesperación llegó al grado máximo cuando se vio impotente para salvar a su nieta, que era el amor de todos sus amores. Muriendo, como era necesario que muriera, humillado, convencido de su insignificancia, de su pequeñez, se creyó un dios y murió persuadido de que no hay dioses, que no hay más que un Dios, y como el pecado del orgullo científico es hasta cierto punto perdonable y Raúl hace siglos que es un sol en el mundo de la ciencia, hoy se encuentra en muy buen estado, porque no ha perdido un ápice de su sabiduría y ha reconocido una grandeza superior a la suya, una ciencia para él desconocida, un poder maravilloso, una fuerza que sostiene la máquina del Universo, y ante tanta luz, ante tanta magnificencia, ante tantos mundos donde él adivina que hay grandes sabios, preguntándole a Dios por qué brillan los soles y por qué su fuego no incendia el Universo, él se considera uno de tantos alumnos en la gran Universidad del Infinito. Se reconoce grande y pequeño a la vez, y el orgullo no le volverá a cegar. Tiene luz propia, vive en medio de la luz; con su fluido luminoso envuelve a su nieta, que es el amor de todos sus amores.
»Estudia detenidamente el breve relato que te he hecho de la muerte de un sabio orgulloso. No basta penetrar victorioso en el templo de la ciencia, hay que amar, hay que compadecer, no se puede menospreciar al paria de la sociedad, porque aquel ser abandonado tiene un Espíritu quizás más adelantado que el que se cree infalible por su sabiduría, y en el mero hecho de nacer hay que considerar que viene a la Tierra a cumplir una misión, sea esta de gran importancia o insignificante. Todo hombre merece respeto y hay que esforzarse en protegerlo y en amarle. La ciencia que no desciende hasta el desamparado, llega un día en que recibe el castigo merecido, como habéis visto en el sabio Raúl. Adiós».
Aún podría haber hecho mucho bien, aún su ciencia habría difundido el consuelo, pero se creyó dueño de sí mismo y dispuso de su vida ignorando que cometía un crimen, porque ha negado sus beneficios a muchos enfermos.
¡Cuán necesario es conocer la vida de ultratumba! Si Raúl la hubiera conocido no se hubiese entregado a la desesperación, destruyendo su organismo; antes al contrario, hubiera redoblado sus esfuerzos para dar luz a los ciegos, ya que sabía lo que se sufre ante una desgracia irremediable. Solo el estudio del Espiritismo nos hará grandes en medio del dolor, porque sabiendo que vivimos eternamente, haremos lo posible para ser hoy mejores que ayer y ser mañana grandes benefactores de la humanidad.
El orgullo también es un pecado por: Redacción