Deshumanización
¿Qué le está sucediendo al hombre?
¿Es necesario vivir de este modo?
¿Qué ha pasado con los valores humanos?
¿Aprendemos algo de nuestras vivencias?
¿Qué ha desencadenado la deshumanización de nuestra sociedad?
¿Qué se aprende en los centros de enseñanza y universidades?
¿Qué se maquina en los centros financieros, grandes empresas y multinacionales?
¿Qué ejemplo damos a nuestros hijos y a las futuras generaciones?
Algo se le está escapando al ser humano, algo tan importante como para que esta humanidad siga navegando a la deriva, desprovista de sentimientos, desprovista de amor, de respeto y tolerancia entre los individuos, sea cual sea su condición social, raza, color, religión, sexo o idioma. Esta humanidad está necesitada de esos valores humanos que el individuo atesora, pero que no llega a poner en práctica por desconocerlos. El hombre no sabe aún quién es, ni hacia dónde se dirige, y lo mucho que puede progresar en su evolución si llega a movilizar la fuerza de voluntad, el detonante de esas cualidades.
Para qué tanta filosofía y religión si, finalmente, ninguna premisa es útil para convertir al individuo en un hombre mejor, para convertir este planeta en un hogar de paz en el que todos encuentren su lugar, y donde el individuo pueda desarrollarse como ser humano, compartiendo bienes y riquezas. Porque únicamente así podrá alcanzar la propia felicidad. Hasta tanto el hombre sea incapaz de reconocerlo y alcanzar el dominio de sí mismo, no podrá vislumbrar la plenitud.
Vivimos inmersos en un mundo deshumanizado en el que han desaparecido los breves momentos en que la conciencia individual y colectiva puede manifestarse. Manifestarse plenamente en el escenario común de todo ser evolutivo, la llamada del bien y de la paz.
Todos los acontecimientos que envuelven a la sociedad lo están demostrando: la escandalosa cifra de niños muriendo de hambre en el tercer mundo, la abundancia y derroche conviviendo con la miseria más acerba, estallidos de guerra alrededor, la carrera armamentística que no cesa, gobiernos dictadores y multinacionales que continúan sin descanso enriqueciéndose. Y es que la experiencia de las últimas dos guerras mundiales, que socavaron duramente los cimientos de la sociedad mundial, ¿han servido para sensibilizar a los hombres? ¿Han servido de aprendizaje a la humanidad? ¿Realmente han servido de algo?
Los hombres siguen mirándose el ombligo y considerándose el centro del universo, sin importarles, apenas, las personas con las que conviven.
Todos estos hechos desfilan ante nuestros ojos constantemente en noticieros, en la prensa, y vienen a recordar a las conciencias que todas estas miserias y sufrimientos cotidianos no son más que los síntomas de las enfermedades morales que remueven los cimientos de la sociedad; la muestra de su materialismo. Las consecuencias son similares para todo el planeta, que está cada vez más poblado, y las soluciones cada vez más complicadas y costosas.
Esta deshumanización está motivada por una falta de valores; de los valores que todo individuo atesora, pero que continúan ocultos. El hombre se ha deshumanizado, guiado únicamente por su propio interés, por su propio egoísmo. Todo tiene un precio, todo se puede comprar, pero… ¿qué precio tienen el bien común y una sociedad en paz, libre de guerras y sin tantas diferencias entre sus componentes? ¿Cuál es el precio para que este planeta se convierta en hogar de paz, amor y felicidad?
¡Un mundo donde nadie deba morir de hambre o ser víctima en cualquier guerra!
Existe una perentoria necesidad de trabajar en la construcción de un mundo mejor, pero no sólo eliminando el hambre, esa lacra que castiga gran parte de la sociedad, y especialmente a los países más desfavorecidos. Es aún más necesario el esfuerzo para cambiar la sociedad, sus bases, enfocándolas hacia la convivencia y la hermandad, para así ofrecer un fuerte impulso a esa nueva sociedad. Reiteramos que es imprescindible trabajar, no sólo en el aspecto material (que apenas ayuda a salir del pozo de la animalidad), sino en el propio interior del individuo, para que puedan aflorar los valores que le enriquecen; los valores que le hacen más libre, más grande, más responsable y consecuente con su propio futuro. Resulta imprescindible trabajar en aras de una educación positivista y dirigida hacia los valores de la enseñanza, descubrir las cualidades espirituales que todo hombre atesora, latentes, aletargadas, y que sólo afloran en circunstancias extremas.
Y estos valores sólo florecen cuando el individuo sabe reconocerlos y aspira a elevarse a los espacios luminosos, hacia lo alto, buscando compararse a las flores en su lucha hacia la luz. El individuo necesita ampliar su conciencia, necesita ser libre. Libre, como ser creado para convivir y relacionarse; un ser nacido del y para el amor, un ser que busca su conciencia y su iluminación. No es una máquina de carne y hueso, está creado para evolucionar y armonizarse con todos sus iguales.
Por los síntomas que percibimos a nuestro alrededor, podemos aseverar que nuestra humanidad se encuentra hoy deshumanizada; que todo lo que anhelamos, y que a priori entendemos como necesario y conveniente, queda relegado a un segundo plano; un plano que pertenece al reino de lo utópico. Las personas no están convencidas de lo que pueden conseguir, carecen de la fe necesaria y desconfían de sí mismas; consideran a sus hermanos como sus enemigos, como sus contrincantes; se encuentran divididos por nacionalidades, religiones o razas. Pero estas diferencias, más que separarles, deberían enriquecerles. Pero el hombre, en su egoísmo, desaprovecha las oportunidades. El individuo, a pesar de conocer el trabajo que debe realizar, el largo camino de su mejora interna, no reacciona, considera que ese trabajo deben realizarlo… los demás.
No son necesarios más leyes ni ordenamientos jurídicos cuando una persona alcanza la madurez y se integra en el mundo que le rodea, cuando observa el estado de las cosas y desea cambiarlas, cuando efectúa su propio cambio interior. Y para conseguirlo le basta con no recaer ni participar de ese segmento de la sociedad que le arrastra. Es conveniente abandonar, a toda costa, el camino de los errores, manteniendo la confianza de encontrar una mano amiga que tienda puentes y le ayude en la senda del progreso.
El hombre fue creado para vivir en solidaridad y para crecer en la ayuda mutua, para dejar de lado su egoísmo y compartir el universo con sus semejantes, para dejar de lado el lastre emotivo que es creerse el centro del universo. Mientras el hombre no se conciencie de lo que bulle a su alrededor, mientras no abandone su ceguera espiritual, no podrá modificar la sociedad, no podrá obligar a gobiernos y centros de poder a modificar sus estrategias y políticas.
¡Qué mayor capacidad de cambio que la que nace de una sociedad convencida, organizada y dispuesta a modificar sus estructuras y planteamientos! ¡Ni las leyes, ni reglamentación alguna, tienen la capacidad de cambio que alcanza una sociedad dispuesta a regir su propio futuro! ¡Únicamente mediante su transformación interior conseguirá el hombre modificar la conciencia propia y colectiva!
Abandonar la senda equivocada y continuar con el trabajo de transformación será, en todo momento, un trabajo pendiente con nosotros mismos y con nuestra sociedad. No se puede acusar a nadie en concreto por el estado actual de las cosas y el grado de deshumanización al que está llegando esta sociedad. Es una responsabilidad compartida por la sociedad de este plano y el espiritual. Mientras el hombre no tome conciencia de su universalismo y active el desarrollo de sus valores internos, no podrá modificar los cimientos de la sociedad, y continuará enlodado con ella.
Esta sociedad continúa deshumanizada porque todos sus componentes siguen un mismo sendero, porque cometen los mismos errores, porque critican, pero no construyen; continúan pasivos e inamovibles. Sólo con sinceridad, con ejemplo y afán de ser útil, el individuo conseguirá romper el inmovilismo que le estanca. Esta sociedad caduca está llegando ya a su fin, y para intentar salvarla y conseguir que a medio o largo plazo no se desmorone o colapse, el hombre debe adoptar unos nuevos parámetros de conducta.
Y esta nueva formulación no puede ser otra que la dinámica de los valores y los principios espirituales y morales. Día tras día, venimos escuchando a multitud de políticos (los primeros que deberían dar ejemplo de claridad y honestidad, al ser los representantes y servidores del pueblo) que muchas de sus actuaciones y decisiones fueron legales, pero no morales. Contamos con un sinfín de leyes que respaldan otras mil razones; pero carecemos de los principios espirituales y morales imprescindibles. Y esta debería ser la premisa para la convivencia y la conducta humana. Tristemente, el hombre ha perdido la fe en quienes deberían ser un modelo de rectitud y comportamiento, y ésta pérdida de confianza viene socavando los cimientos de la sociedad.
Al carecer de unas premisas de actuación claras, basadas en la moral y en los valores humanos, esta sociedad se encamina al imperio del egoísmo y de la corrupción, y estos modos de conducta se están convirtiendo en parte integrante de su identidad. De no superarse a tiempo, estos vicios minarán y destruirán la confianza y buena voluntad que aún queda en los hombres.
Únicamente estableciendo principios morales se podrá devolver a la sociedad la convivencia perdida, conseguir que las buenas formas devuelvan la fe al hombre y le acompañen en su camino hacia la nobleza y la honradez. El individuo logrará, entonces, contagiar su anhelo de mejora y obtener la fuerza que le ayude a identificar a todos aquellos que socavan los buenos principios y que corrompen a las personas que se cruzan en el camino. Los principios ni se imponen ni se ordenan, nacen del interior, de la propia conciencia. Más pronto o más tarde, a todo ser le llega el momento de su autodescubrimiento y de asumir, conscientemente, que pertenece a una comunidad global con la que mantiene un compromiso de responsabilidad.
Pero lamentablemente, en esta humanidad el despertar de los valores no es un fin prioritario. No resulta prioritario ni el respeto por la justicia ni por la igualdad y la solidaridad. Todo queda como una afirmación escrita, como un texto dentro de un conjunto de leyes. El beneficio propio y la necesidad de cubrir todas las necesidades físicas y emocionales campan por encima de los derechos de las personas.
Desde estas líneas respaldamos el derecho al trabajo y a la lucha para ganarse la vida; al derecho a vivir con dignidad, y a que todas las personas, por igual, alcancen estos objetivos.
¡Esa es la ley y la justicia, buscar para los demás lo mismo que deseamos para nosotros!
Mientras unos pocos acaparan bienes y riquezas, excediendo sus necesidades, una gran mayoría apenas alcanza a cubrir sus mínimas necesidades. Los bienes, que deberían ser igualitarios, se encuentran injustamente repartidos; existe un terrible desequilibrio, y ese desajuste, finalmente, tiende a buscar su equilibrio a través de la fuerza, de los sufrimientos o de las rebeliones sociales. Recordemos por unos instantes la Revolución Francesa.
¡No debemos olvidar que el hombre es un mero usufructuario de las cosas, que nada le pertenece, y que todo queda atrás, cuando parte hacia el otro lado de la vida!
En esta sociedad existe un sinnúmero de personas que, con su trabajo, no consiguen alcanzar a vivir dignamente, y vienen desarrollando trabajos muy precarios; trabajos que apenas les consiguen los recursos suficientes. Mientras tanto otros, con sólo dedicarse a mover capitales, consiguen auténticas fortunas. El concepto del trabajo y su remuneración están muy denigrados. Pero… ¡tengamos muy claro que, en la sociedad, cualquier eslabón de la cadena es necesario! ¡Que esos trabajos tan bien pagados continúan, mientras la gran mayoría cuenta con lo justo para sobrevivir!
Y esta es una asignatura pendiente sobre la que debería formularse una normativa pionera que pusiese límites a tales abusos que, por inmorales, producen tanto daño a la sociedad.
Deshumanización por: Fermín Hernández Hernández
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