El Maestro Jesús no vino a destruir la ley sino a confirmarla con sus obras y sus enseñanzas. Partió del mensaje de Moisés, y a partir del mismo, lo fue filtrando para adaptarlo a los nuevos tiempos. Tuvo la necesidad de hablar en parábolas y alegorías pues no existía otra forma, salvo en contados casos, de hacerse entender a las gentes sencillas y humildes; también para que su mensaje perdurara y no quedara expuesto a falsas interpretaciones. Estableció puentes entre las viejas creencias y la Buena Nueva, sustituyendo, por ejemplo, la idea del “ojo por ojo y diente por diente” por el perdón y transformando un Dios iracundo, vengativo, por un Dios misericordioso, de amor y bondad.
Redujo las leyes conocidas a una sola por excelencia, y que resume todas las demás: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” y añadió: “Esta es toda la Ley y los Profetas”.
En pocas palabras, estableció un nuevo paradigma, una renovación necesaria para la época, a sabiendas de los muchos obstáculos que encontraría en el camino para su implantación, aceptación y maduración; una travesía que todavía hoy perdura.
Bien sabemos, como nos narra la historia, que un tiempo después, el cristianismo pasó de ser perseguido a perseguidor, de tal forma que el poder temporal: político y religioso, unido por intereses y ambiciones comunes, asimilaron las nuevas creencias cristianas a las viejas ideas paganas, para que la transición hacia una nueva religión no supusiera un cambio brusco, un choque inasumible contra la tradición. Aquellos que no comulgaban con los postulados que se fueron estableciendo en los diferentes concilios y sínodos, eran perseguidos, anatematizados y condenados si llegaba el caso. Se rechazaron las ideas que eran contrarias a los intereses del poder temporal, entre ellas, la ley de la reencarnación y la de causa y efecto; aceptada y asumida por los primeros cristianos, siendo la pieza básica que explicaba la justicia de Dios, el verdadero sentido de la vida, su porqué y para qué. Pues bien, fue excluida porque atentaba contra los intereses de una jerarquía privilegiada. La nueva clase sacerdotal necesitaba ministros de Dios pero no por méritos propios. Eran personas con un don otorgado por la iglesia, con poder para perdonar los pecados y hacia quienes se les debía obediencia ciega y sumisión por parte del pueblo.
Los evangelios fueron revisados y manipulados para adaptarlos a su conveniencia, no obstante, lo fundamental del mensaje ha permanecido inalterable hasta nuestros días.
A partir de ese momento, el mensaje del Maestro se convirtió, salvo algunas excepciones, en un culto exterior bien programado. El evangelio quedó oculto al vulgo, sólo accesible a los representantes religiosos privilegiados y en lenguas no vulgares.
Como podemos comprobar; atravesó la obscuridad de los tiempos, de la ignorancia, las pasiones y la incomprensión. Grandes misioneros, enviados por Él acudieron al rescate, nadando contracorriente, buscando con su sufrimiento la renovación, el avance espiritual. Muchos fueron censurados y perseguidos; otros torturados y quemados en la hoguera para posteriormente, con el paso del tiempo, ser elevados a santos. Algunos ejemplos: Juana de Arco, Juan Hus, William Tyndale, Teresa de Avila, etc.
Hacía falta que pasaran varios siglos e innumerables dificultades para que el germen de las ideas cristalizase en una nueva alborada. Los avances científicos demostraban, cada vez con mayor claridad, que la biblia no era un libro al que hubiera que interpretar de un modo literal. Entonces surgió el Consolador Prometido por Jesús, el espiritismo llenó ese inmenso vacío que necesitaba ser renovado con nuevas ideas; con el mismo mensaje moral del maestro Jesus, pero explicado con claridad, sin reservas. Por tanto, fue el propio mundo espiritual, por iniciativa propia, el que eligió la segunda mitad del siglo XIX para empezar a verter un caudal de informaciones, a través del vehículo de la médiumnidad en sus diferentes modalidades, para su estudio y análisis.
Invariablemente, hoy día no tenemos excusas, no podemos alegar ignorancia o falta de medios. El conocimiento espiritual nos abre las puertas a la comprensión de las leyes espirituales, por tanto, no es rechazar unas para asumir otras, puesto que las leyes universales son imperecederas e inmutables. Por tanto, El no vino a destruir algo que pertenece a Dios sino a confirmarlo.
Desde otro punto de vista, el mensaje: “Yo no he venido a destruir la ley”, tiene otras lecturas no menos importantes. Desde un punto de vista psicológico, representa la aceptación de un compromiso, de un cambio interior para armonizarse con las leyes universales, trascendiendo las leyes humanas y su transitoriedad para aceptar un compromiso vital, sin generarse un conflicto producto de la rebeldía.
Nada de lo que nos ocurre nos puede hacer daño si nosotros no se lo permitimos. Elementos como el perdón, la renuncia, el amor incondicional, la compasión; son conquistas a las que aspiramos a conseguir cuando adquiramos suficiente conciencia del ser. Cuando estemos provistos de la suficiente voluntad para coger cada uno su cruz y seguir al Maestro, sin distracciones, sin excusas, de un modo incondicional; tal y como en un momento determinado de las vidas de algunos personajes de la historia realizaron. Despojarse del hombre viejo por el nuevo hombre, renovado y lúcido. Ahí están los testimonios de un Francisco de Asís, San Agustín, Pablo de Tarso, etc.
Por tanto, esa es la gran propuesta. Pero para asumir algo primero hay que comprender bien, analizar, estudiar dichas leyes, comprobando su lógica para luego realizar un análisis de nosotros mismos. Como rezaba un viejo adagio colocado en el frontispicio del templo de Delfos: “Si quieres salir del abismo, conócete a ti mismo”. A partir de ahí viene el verdadero trabajo, adaptarse al molde divino del amor a través de la transformación moral, sustituyendo viejos hábitos por nuevos, aprendiendo a actuar en lugar de reaccionar, a pensar en los demás antes que en uno mismo, a no juzgar sino a comprender, alejando definitivamente los complejos de inferioridad o de culpa, sustituyéndolos por sentimientos de gratitud, confianza y alegría por vivir.
Esta es, en definitiva, la gran propuesta. En estos momentos tan convulsos de la sociedad nos hace falta, más que nunca, retomar el mensaje para recuperar la serenidad perdida, el sentido trascendente de la vida que nos permita caminar con paso firme y seguro, en dirección hacia quien nos guía y nos espera siempre, con su mensaje de amor que trasciende todos los tiempos.
José M. Meseguer
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[infobox]“Todos los objetivos de la Buena Nueva que Él trajo se centran en el futuro del espíritu, en su emancipación total, en su incesante búsqueda de Dios. Tornándose el Camino, la Suya es la Verdad que conduce a la vida, a la plenitud, al acopio de sabiduría y de amor”
Extraído de la obra Jesús y el Evangelio; psicografiado por Divaldo Pereira; espíritu Joanna de Ângelis.
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