Epifenómeno o Trascendencia
“El alma es un ser moral distinto, independiente de la materia y que conserva su individualidad después de la muerte”. A. Kardec. L.E., Introducción
Esta definición de alma que podemos leer es una de las tres acepciones que se conceden a esta palabra. Es la que usan los espiritualistas, donde el alma es la causa y no el efecto que permite la vida, de carácter inmaterial y que constituye nuestro auténtico ser individual que existe en nosotros y trasciende a la muerte.
Las otras dos acepciones son, en primer lugar, la materialista, que se usa para identificar el alma como el principio de la vida material orgánica que cesa cuando termina la vida. Y en segundo lugar la opción del panteísmo, donde únicamente existiría una sola alma (Dios), principio de la inteligencia que distribuye chispas inteligentes entre los diversos seres que viven y que después de la muerte retornan a la fuente común donde todo se confunde, no existiendo individualidad.
Precisamente la ciencia materialista, como ya hemos explicado en un artículo anterior acerca del origen de la conciencia, intenta explicar la existencia del alma como un producto del cerebro; es decir, un epifenómeno al que denominan indistintamente como conciencia o “animus”, para designar el principio vital que concede la vida a los seres orgánicos. No obstante, la definición materialista es incapaz de explicar el cómo y el porqué del origen y naturaleza de los procesos inmateriales de la conciencia, la mente y el alma en todas las facultades que estos tres principios tienen para el ser humano (experiencia interior, emoción, abstraccción, voluntad, individualidad, libre albedrío, autoconsciencia, reflexión, memoria, inconsciente, hábitos, reflejos condicionados, etc.).
Por muchas hipótesis que se elaboren, no existe actualmente demostración empírica ni evidencia científica de ningún tipo que puedan demostrar que las facultades mencionadas arriba se originan en el cerebro o en algún proceso bioquímico o material que las produzca. El cerebro es el intermediario del agente del que proceden: «el espíritu inmortal». Antes al contrario, muchos neurólogos y psicólogos ya admiten que la mente y la conciencia (y por supuesto el alma, si lo asimilamos con alguna de las dos anteriores) son inmateriales y no están localizadas en ningún lugar espacial de nuestro cuerpo.
Para ello inventan eufemismos como el de «biología periférica»; algo que no quiere decir nada, pues no concretan a qué se refieren y tampoco de dónde procede ni en qué consiste. Tratan de definir la esencia espiritual y trascendente con estos términos vacíos de contenido para no admitir la realidad inmaterial del alma y sus instrumentos: la conciencia y la mente.
La filosofía espiritista de Kardec distingue con precisión y lucidez entre los dos elementos que componen el ser humano, diferenciando con claridad el principio que otorga la vida orgánica y material del principio que otorga la vida psíquica, mental y espiritual.
Por un lado tenemos la aparición y mantenimiento de la vida derivada del principio vital, que no es otra cosa que una propiedad de la materia que reside en un fluido especial, del que cada ser absorbe y asimila una parte. Es el fluido eléctrico animalizado, al que también se le denomina magnetismo, fluido nervioso, etc. Todos los seres orgánicos (plantas, animales, humanos) poseen esta fuerza íntima que produce el fenómeno de la vida y que es independiente de la inteligencia y el pensamiento.
El segundo principio es el llamado principio inteligente, que se corresponde con las facultades de la inteligencia y el pensamiento de ciertas especies animales, siendo así que en el hombre alcanza un desarrollo superior al estar provisto del sentido moral, libre albedrío, individualidad y conciencia propia que lo hace superior al resto.
Dicho esto, las dos características principales que distinguen al alma humana son, en primer lugar, que se trata del principio inteligente que procede de la inteligencia suprema y causa primera de todas las cosas a la que llamamos Dios, pues un efecto inteligente (alma) sólo puede proceder de una causa inteligente (Mente divina).
Y en segundo lugar que por su origen y naturaleza al ser inmaterial, individual e infinita, esta «energía pensante» que constituye nuestra alma, sobrevive a la muerte y trasciende de forma individual perpetuándose en el espacio y el tiempo hasta que consigue alcanzar la meta para la que ha sido creada, la perfección relativa y la felicidad absoluta que le espera cuando alcance la plenitud espiritual después de una larga trayectoria de esfuerzo y desarrollo personal, donde es la dueña de su propio destino al poseer libre albedrío y conciencia propia.
La trascendencia es un concepto intrínseco en la psique humana. Todo hombre posee de manera instintiva la necesidad y la convicción de su propia trascendencia. Algunos buscan perpetuarse en la memoria de los demás mediante sus legados en las artes, las ciencias, los monumentos que los recuerden para la posteridad. Otros simplemente intentan alcanzar la inmortalidad mediante su acción y ejecución del poder, el dominio, la megalomanía, etc, aunque para ello deban embarcarse en guerras y destrucciones a las que arrastran a otros, en un concepto equivocado del narcisismo más absurdo.
Sea como fuere, la inmortalidad a la que nos referimos atiende a la trascendencia del alma inmortal que, preexistente al nacimiento, vuelve una y otra vez a la Tierra a través de las vidas sucesivas para desarrollar esas cualidades latentes que Dios colocó en su interior cuando la creó y que deberá desarrollar mediante las experiencias en la escuela de la vida que es el planeta para crecer y adelantar en el camino del progreso, la inteligencia y el sentido moral.
Se progresa por amor o por dolor; no hay otras opciones. Por ello, aquellas almas que deciden progresar acorde a las leyes de Dios, que no son otras que aquellas que buscan el bien para todos sin excepción, adelantan rápidamente y en pocas vidas alcanzan niveles de progreso que les salvan de muchas dificultades y procesos aflictivos en el futuro. Mientras que aquellas almas que se perpetúan en el mal para dar rienda suelta a sus instintos animalizados, a sus vicios o a sus pasiones disolventes, se enredan en procesos kármicos y de pago de deudas que a veces pueden durar siglos si los actos cometidos atentan contra las vidas de los demás.
El alma vive dos vidas, aquella que tiene en el mundo físico cuando reencarna, y aquella otra que tiene cuando regresa al mundo espiritual después de un tiempo en la carne. Esta última es la vida auténtica, pues el alma inmortal es ante todo energía sutilísima, sin forma alguna, cuyo vehículo de manifestación es el pensamiento, y al ser de naturaleza espiritual, cuando regresa a su medio natural recuerda con nitidez sus experiencias vividas, sus necesidades espirituales, su méritos y deméritos, sus aciertos y errores.
Con este bagaje se vuelve a preparar durante un tiempo para volver a la Tierra y enfrentar nuevos retos de progreso y adelanto que le permitan experimentar un estado cada vez mayor de conciencia, paz y felicidad, que irá conquistando a medida que avanza en la senda del progreso espiritual que Dios ha marcado para todos por igual.
Son las almas de aquellos que partieron antes que nosotros las que viven con frecuencia a nuestro alrededor, las que se acercan a nosotros por afinidad y frecuencia de nuestros pensamientos y sentimientos. Y son los “vivos” del otro lado, que siguen con su personalidad integral, tal y como los conocimos en vida. No se diluye su personalidad como en el panteísmo, antes al contrario, refuerzan sus cualidades y características personales al encontrarse liberados de la carne que supone para el alma una especie de cárcel que la aprisiona y la asfixia mientras está en la Tierra.
A lo largo de la historia, desde los tiempos primitivos, ha existido contacto de los “vivos con los muertos”, o viceversa, de los “muertos con los vivos”. Todos los pueblos antiguos, e incluso en las épocas más primitivas de la humanidad, tuvieron contacto con “los dioses, genios o espíritus” que guiaban los ejércitos en las batallas, que proveían las buenas cosechas, que acababan con las plagas, etc.
Y la práctica de la “profecía” era algo común en todos los pueblos de la historia. En la Biblia, los profetas son personas con capacidades de mediumnidad para recibir los mensajes del otro lado de la vida (no necesariamente de Dios, sino de las voces o enviados de este, que son los espíritus que se comunican desde el otro lado). Pero las sibilas griegas o romanas, los hierofantes egipcios, los magos caldeos o babilonios, todos y cada uno de los pueblos de la antigüedad han recurrido al contacto con los mal llamados ”muertos”, que identificaban con sus Dioses y que les orientaban y guiaban en sus problemas.
Kardec ofrece la explicación meridiana: el proceso, las garantías y las evidencias empíricas que la Ciencia Espírita propone, para que ese contacto a través de las facultades de mediumnidad sea algo normalizado y natural, lógico, eficaz, confirmando así la inmortalidad y la trascendencia del alma humana, ayudando en el consuelo de aquellos que están afligidos por la partida de los seres queridos y que recuperan la confianza y el ánimo al entrar en contacto con los que amaron en la Tierra, alimentando así la esperanza del reencuentro feliz en el futuro.
Y al mismo tiempo, a través de estos conocimientos de las “leyes naturales” que rigen entre el mundo físico y el espiritual, se estimula el desarrollo moral y de progreso, no sólo de las personas que poseen estas facultades (todos las tenemos en mayor o menor grado al tratarse de una facultad orgánica) sino también de aquellos que participan y confirman la evidencia principal, que no es otra que “la muerte no existe y la vida continúa, pues nuestra alma es inmortal”.
¿Tenemos un alma inmortal? por: Antonio Lledó Flor
©2023, Amor, Paz y Caridad
«Yo creo en un alma inmortal. La ciencia ha demostrado que nada se desintegra en la nada. La vida y el alma, por lo tanto, no puede desintegrarse en la nada, y por lo tanto son inmortales.» Wernher von Braun – Ingeniero Aeroespacial