NO SEPARÉIS LO QUE DIOS HA UNIDO

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No separéis lo que Dios ha unido

No separéis lo que Dios ha unido. Algunas máximas del maestro Jesús pueden ser susceptibles de distintas interpretaciones, y un juicio a la ligera o demasiado estricto nos puede conducir al error. Una cosa es la ley de Dios y otra muy diferente las leyes humanas. El sentido del matrimonio a lo largo de la historia ha ido variando sustancialmente, unas veces en sentido positivo y otras no tanto; dependiendo de la evolución social, religiosa, política y moral. Por ejemplo, durante muchos siglos existió el matrimonio de conveniencia; los intereses económicos y de posición social eran el filtro por donde pasaban las decisiones de los tutores o familiares, sin la intervención de los verdaderamente interesados, los cónyuges. No digamos ya, cuando se trataba de la nobleza o de, sobre todo, de los intereses de la realeza. Muy pocos se atrevían a desafiar estas costumbres poderosas de fuerte arraigo.

Sin duda, la mujer a una edad muy temprana era la gran damnificada, a veces como un simple objeto de cambio. Ante esa cruda realidad, muchas de ellas optaban por la vida monástica, cuando les era posible, huyendo de unas imposiciones demasiado duras y amargas.

Con el paso del tiempo las costumbres fueron cambiando, al mismo tiempo que evolucionaba la sociedad y su forma de ver las cosas. Hoy día las religiones ya no juegan, en la mayoría de países, un papel intrusivo en las vidas de los ciudadanos. La libertad de conciencia y de religión ha permitido elegir el modo de relacionarnos y de establecer uniones formales con otras personas; nos referimos más concretamente a la formación de una pareja y de una familia.

El sentido espiritual de la unión por el matrimonio no es otro que el de presentar en sociedad, sobre todo a las personas más queridas y allegadas, la culminación de unos vínculos creados y madurados durante un cierto tiempo. Es también, el “compromiso noble ante Dios y ante los demás” de que se va a compartir una vida en común, bajo un mismo techo. Un amor que ha de favorecer el vínculo entre las dos familias que acogen con satisfacción y complicidad esta nueva unión, cuyo fruto serán los hijos. Es en definitiva, la asunción de un compromiso asumido antes de encarnar, o quizás, un compromiso que surge del amor entre dos personas que se consideran fortalecidas y reforzadas en sus tareas espirituales en esta encarnación con dicha relación matrimonial. Todo ello, en aras del progreso, de la evolución, del crecimiento en el amor, ampliando los círculos afectivos.

Por otra parte, cuando el sentido espiritual se desdeña y se someten a otro tipo de intereses, surgen los conflictos y las dudas. Es lógico que ante la inseguridad, los miedos y unos sentimientos nada claros se necesite de un tiempo de conocimiento mutuo para evaluar si dicha relación tiene posibilidades. Sin embargo esta no puede ser una postura acomodaticia y permanente, es decir, con el argumento de que como disfrutamos el uno del otro pero sin ninguna responsabilidad y ante la incertidumbre (casi siempre la hay), del futuro laboral, etc.; optan por continuar indefinidamente con dicha situación, esperando el momento propicio que nunca llega.

Somos seres humanos imperfectos y por ello no existe una garantía de éxito en todas las empresas importantes de nuestra vida. El matrimonio no puede ser una excepción. Empero, cuando se superan las dificultades, cuando triunfa el amor por encima de los intereses egoístas, las relaciones salen fortalecidas y el progreso se hace efectivo.

Por otro lado, cuando lo que predomina es el sensualismo, el egoísmo por ambas partes, la persecución de unos objetivos puramente materiales, erosionan y agotan rápidamente las relaciones, convirtiéndolas muchas veces en vacías, sin sentido. De ahí que muchas parejas fracasen estrepitosamente, e incluso se genere un poso intoxicado de rencor y hasta de odio.

En este tipo de situaciones los más damnificados son los hijos que contemplan con estupor la descomposición de sus familias, carentes de afecto y cariño. El mensaje que reciben es negativo y un mal ejemplo de futuro. Muchos de ellos arrastran secuelas importantes en su adolescencia y juventud.

Como podemos comprobar hasta ahora, el sentido que se le dé al matrimonio, a la relación de pareja es fundamental, de gran trascendencia. Estamos hablando de la familia, de lo más querido, la parte más sensible del ser humano y que afecta a sus sentimientos, a su vida íntima.

Por todo ello, cuando el Maestro dice: No separéis lo que Dios ha unido, se refiere a su sentido profundo, verdadero. Diferenciando las relaciones superficiales, exclusivamente caprichosas, materiales, incoherentes; (que no proceden de Dios), de aquellas que son un compromiso, quizás un desafío del pasado, de cuentas pendientes de otras vidas que venimos en esta a resolverlas, supliendo las deficiencias producidas por nuestros errores y defectos de antaño por una convivencia de amor, tolerancia, comprensión, etc.; la formación de un verdadero hogar de paz y armonía.

Como podemos ver, la propuesta es grandiosa. A esa clase de unión se refería el Maestro Jesús.

Los compromisos, los deberes, hay que cumplirlos, de lo contrario, se adquiere una responsabilidad. Somos de libre albedrío y podemos tomar el camino que queramos; el del amor, de servicio, de sacrificio; o el camino del orgullo, la intolerancia, del “yo” y mi bienestar por encima de todo.

El problema surge cuando los conflictos conyugales, las diferencias de pareja son muy grandes. Es una cuestión de dos, una sola parte del problema no lo puede solucionar si la otra parte no quiere ¿Hasta qué punto es conveniente y necesario luchar por una relación, por una estabilidad? Esta pregunta sólo la puede contestar cada quien, en función de su situación. El sentido común aplicando los valores morales y el conocimiento espiritual nos dice que hay que agotar todas las posibilidades, todos los recursos para reconducir las situaciones, cambiando nosotros mismos e invitando, cuando sea el caso, a que los demás hagan lo mismo. Cuando esto ya no es posible y han fracasado todas las opciones, es momento de tomar decisiones por el bien de todos, especialmente por los hijos, cuando los hay.

Efectivamente, hay casos en que la renuncia total y el sacrificio no son suficientes para reconducir posturas enquistadas, irreversibles, y que mantenerlas no puede generar más que dolor inútil y frustración. Ante esta disyuntiva es mejor un cambio: “El divorcio es una ley humana que tiene por objeto separar legalmente lo que estaba separado de hecho; no es contraria a la ley de Dios.” (Capítulo XXII; El divorcio-5. – El Evangelio según el Espiritismo)

Para ir concluyendo debemos decir que “el matrimonio no es un hecho religioso sino espiritual.” Por lo tanto, el formalizar una relación y llevarla adelante con sentido de la responsabilidad es un verdadero acto de amor que redunda en beneficio de todos, especialmente entre los mismos cónyuges, aportándoles la estabilidad, la armonía, el equilibrio afectivo y emocional; imprescindibles para afrontar todas las vicisitudes de la vida.

La vida significa asumir riesgos, decisiones, compromisos; nuestra conciencia así nos lo indica. Los desafíos existenciales, las ilusiones, los ideales, cuando se comparten se refuerzan. Por todo ello, la vida en pareja y sobre todo la familia, serán sin ninguna duda, uno de los pilares de la nueva humanidad que se encuentra en ciernes, cuando el cambio de ciclo se haya completado.

 

No separéis lo que Dios ha unido por:   José M. Meseguer

©2016, Amor, Paz y Caridad

 

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“El matrimonio es y seguirá siendo el viaje de descubrimiento más importante que el hombre pueda emprender.”

Sören Kierkegaard

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