«NADIE PUEDE VER EL REINO DE DIOS, SI NO RENACIERE DE NUEVO»

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Palabras pronunciadas por el Maestro Jesús al destacado miembro del Sanedrín Nicodemo, añadiendo: «En verdad, en verdad te digo, que no puede entrar en el Reino de Dios, si no aquel que fuere renacido de agua y de Espíritu»  (Juan – 3;5)

El sentido de las palabras, en esta ocasión como en otros muchos casos, han sido desviados de su acepción original, bien por desconocimiento, por traducciones deficientes y también por intereses que nada tenían que ver con el sentido primitivo de las ideas expresadas.

Cuando el Maestro habla del renacimiento de agua y Espíritu, se refiere al «agua» como símbolo de lo tangible, del cuerpo físico, que era tal y como se entendía en la época de Jesús. El «Espíritu» es considerado en su acepción original al espíritu propiamente dicho, ser inmaterial, creado sencillo e ignorante, que algún día deberá retornar puro a la casa de Dios Padre.

De tal modo que; «Nadie puede ver el Reino de Dios sino aquel que renaciere de nuevo» (Juan – 3;3), es la condición indispensable para ascender paulatinamente en la evolución. Aunque en el mundo espiritual también se progresa, y es donde se preparan las existencias posteriores, es en la vuelta al cuerpo físico donde se plasma lo aprendido. En virtud al ejercicio de la voluntad que nos otorga el libre albedrío, podremos progresar más rápido o más lento, pero es el recorrido inevitable que nos conducirá a nuestro destino final.

Los primeros cristianos lo tenían perfectamente asumido, no sólo como se refleja en la narración de este encuentro memorable entre el Sublime Rabí con el doctor en leyes, sino por otros ejemplos recogidos en los evangelios que hablan claramente, de la pluralidad de existencias.

Sin embargo, la doctrina de la reencarnación por sus características suscitaba un problema capital, le restaba autoridad y protagonismo a los poderes establecidos. El interés de las autoridades estaba mas enfocado a un cambio de imagen, substituyendo sus viejas creencias religiosas, ya caducas y muy desgastadas, por la adopción de un cristianismo, hasta ese momento perseguido, para adaptarlo a los intereses mundanos de los más poderosos. Realizando una especie de fusión, asimilando lo viejo a lo nuevo.

Fueron promovidos diferentes concilios, como el de Nicea (325) o el de Constantinopla (553), para establecer unas bases que «unificaran» conceptos, seleccionando textos evangélicos y modificando otros. No existía una vocación de consenso, al contrario, se pretendían unos resultados acomodados, como decíamos anteriormente, a los intereses del momento. Fueron excluidos los opositores, como fue el caso de Orígenes de Alejandría, considerado como uno de los Padres de la Iglesia, junto con San Agustín y Santo Tomás. Sus obras fueron quemadas por las resoluciones adoptadas en el mencionado Concilio de Constantinopla.

¿Cuál era el problema? La reencarnación promueve, entre otras cosas, la renovación espiritual sin intermediarios. Nos hace responsables de nuestros actos. Es Dios quien juzga y nuestra conciencia ante El. Lo que sembramos recogemos; las riquezas, el poder, los placeres mundanos son transitorios y tendremos que rendir cuentas el día de mañana. La vida física es pasajera y adoptamos en cada etapa diferentes roles, bien económicos como físicos, encarnando como hombres o como mujeres, con salud o con enfermedad, etc., que componen las diferentes pruebas a las que nos debemos de someter.

La ley de la reencarnación, sin duda, no podía ser aceptada por unas autoridades acostumbradas, por lo general, a otro tipo de creencias mas externas, donde el Dios antropomórfico, da y quita privilegios, juzga arbitrariamente y es complaciente con sus representantes político-religiosos en la Tierra. Que perdona los pecados y antepone las formulas externas por encima de la vida espiritual interior y la reforma moral del individuo. Que crea dogmas inescrutables, marginando el buen sentido y la inteligencia, para someter a una obediencia ciega a sus feligreses.

Este fue el sentido original promovido por los representantes político-religiosos de los primeros siglos de nuestra era para someter al pueblo, que se prolongó durante muchos siglos, sin apenas modificaciones. Aquellos que osaban cuestionar, debatir o manifestar ideas diferentes eran anatematizados, despreciados, encarcelados, torturados e incluso, llegado al caso extremo, quemados en la hoguera.

Sin ninguna duda, estamos hablando de la mentalidad de otras épocas. Nuestra finalidad no es la de acusar o censurar, sino de reflejar una realidad que, de alguna forma, arrastramos hasta nuestros días. Es posible que muchos de nosotros todavía podamos mantener algunos preconceptos que puedan dificultar una visión clara del sentido de las palabras del Maestro cuando nos dice «renacer de nuevo», es por ello que hemos considerado necesario contextualizar las ideas históricamente para un mejor análisis y valoración.

Por todo ello, la idea de la reencarnación, la consideramos básica para comprender la mecánica espiritual, las leyes espirituales que nos rigen. Es el nexo de unión entre los dos planos de manifestación de la vida. Es la piedra angular sin la cual, es imposible comprender las desigualdades humanas, la justicia Divina, el por qué y para qué estamos en el mundo.

El sentido de la vida pasa por la comprensión de lo que hemos venido a realizar, de cuáles son los objetivos esenciales. La reencarnación es, por tanto, el consuelo y la esperanza de un futuro mejor, el remedio a las angustias del presente. Le da un sentido superior y nunca arbitrario a los sufrimientos de cualquier naturaleza. Nos hace responsables de la libertad que poseemos, y que podemos modificar nuestro destino con nuestro comportamiento actual. En definitiva, somos los únicos artífices de nuestro futuro.

Nos enseña que el perdón nos libera de una carga pesada y de posibles deudas del pasado. Que las víctimas de hoy han podido ser los verdugos de otras existencias. Que la misericordia divina nos vela el pasado para evitarnos complicaciones innecesarias, proporcionando una mayor libertad a la hora de tomar decisiones, atendiendo a nuestra conciencia (bagaje de experiencias del pasado).

Nos evita la ilusión de creer que podemos sortear la justicia divina como lo podemos hacer, en algunos casos, con la justicia humana, viviendo la vida egoístamente, sin pensar en los demás, y que eso no nos vaya a reportar unas consecuencias futuras. Como reza un viejo adagio: “La siembra es voluntaria, la cosecha obligatoria”

En definitiva, la reencarnación nos dota de una claridad que refuerza la fe en el porvenir, nos ayuda ofreciéndonos una perspectiva de la vida como algo transitorio, y nos dota de una esperanza que nos promueve para levantarnos ante las caídas, y ante la seguridad de un futuro mejor, si somos capaces de ganárnoslo. En nosotros mismos esta la clave.

Jose M. Meseguer
© 2015 Amor, paz y caridad

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“La doctrina de la reencarnación o vidas sucesivas es la única que ilumina de una viva luz el problema del destino humano. Fuera de ella, la vida no nos presenta más que contradicciones, incertidumbre y tinieblas. Ella sola explica la variedad infinita de los caracteres, de las aptitudes, de la condiciones.”

LEÓN DENÍS; de la obra: El Más Allá y la Supervivencia del Ser.

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