MAX, EL MENDIGO 

0
38

 

  En una aldea de Baviera murió hacia el año 1.850 un viejo casi centenario, conocido bajo el nombre de Tío Max. Nadie conocía con certeza su origen, porque no tenía familia. Hacía medio siglo que, abrumado por enfermedades que le impedían ganarse la vida por el trabajo, no tenía otros recursos que la caridad pública, que
disimulaba yendo a vender a las granjas y castillos, almanaques y objetos insignificantes. Se le había dado el apodo de Conde Max, y los niños no le llamaban nunca sino el señor conde; él sonreía sin disgustarse. ¿Por qué este título? Nadie habría podido decirlo; el caso es que era ya una costumbre. Quizá lo fuese por causa de su fisonomía y maneras, cuya distinción contrastaba con sus harapos. Muchos años después de su muerte apareció en sueños a la hija del propietario de uno de los castillos donde recibía hospitalidad en la cuadra, porque él no tenía domicilio, y le dijo: Gracias os doy de haberos acordado del pobre Max en vuestras oraciones, porque han sido oídas del Señor. Deseáis saber quién soy yo, alma caritativa que os habéis interesado por el desgraciado mendigo; voy a satisfaceros: y será para todos una gran instrucción. 
 
  «Hace cerca de siglo y medio era un rico y poderoso señor de esta comarca; pero vano, orgulloso e infatuado con mi nobleza. Mi inmensa fortuna no servía jamás sino para mis placeres, y apenas bastaba, porque era jugador, disoluto y pasaba mi vida en orgías. Mis vasallos, que creía habían sido creados para mi uso, como los animales de las granjas, eran acosados y maltratados para atender mis prodigalidades. No atendía sus quejas, como tampoco las de todos los desgraciados y, a mi parecer, debían tenerse por muy honrados satisfaciendo mis caprichos. Morí en edad poco avanzada, aniquilado por los excesos pero sin haber experimentando ninguna desgracia verdadera; al contrario, todo parecía sonreirme, de suerte que era a los ojos de los demás uno de los felices de este mundo; mi rango me valió suntuosos funerales. Los amigos de darse buena vida echaron de menos en mí al fastuoso señor, pero ni una lágrima fue derramada en mi tumba, ni una plegaria del corazón se dirigió a Dios por mí, y mi memoria fue maldecida por todos aquellos cuya miseria había aumentado. ¡Ah! ¡Qué terrible es la maldición de aquellos a quienes se ha hecho desgraciados! ¡No ha cesado de resonar en mis oídos durante largos años, que me parecieron una eternidad! ¡Y la muerte de cada una de mis víctimas era una nueva figura amenazadora e irónica que se levantaba ante mí y me perseguía sin descanso, sin poder encontrar un rincón oscuro donde ocultarme a su vista! ¡Ni una mirada de amigo! ¡Mis antiguos compañeros de libertinaje, desgraciados como yo, huían de mí y parecía que me decían con desdén: «Ya no puedes pagar nuestros placeres». ¡Oh! ¡Qué caro habría pagado entonces un instante de reposo, un vaso de agua para extinguir la sed ardiente que me devoraba! Pero nada poseía y todo el oro que había sembrado a manos llenas en la tierra no había producido una sola bendición, ni una sola, ¿oyes, hija mía? 
 
  En fin, abrumado de fatiga, extenuado como un viajero cansado que no ve el término de su ruta, exclamé: «¡Dios mío, tened piedad de mí! ¿Cuándo, pues, acabará esta terrible situación?» Entonces una voz, la primera que oí desde que había dejado la tierra, me dijo: Cuando tú quieras. -¿Qué es preciso hacer, gran Dios?, respondí; decid, me someto a todo. -Es necesario arrepentirte, humillarte ante los que tú has humillado; ruégales que intercedan por tí, porque la oración del ofendido que perdona es siempre agradable al Señor. Me humillé, rogué a mis vasallos, a mis servidores, que estaban allí ante mí, y cuyas figuras, cada vez más benévolas, acabaron por desaparecer. Esto fue entonces para mí como una nueva vida; la esperanza reemplazó a la desesperación y di gracias a Dios con todas las fuerzas de mi alma. La voz me dijo enseguida: «¡Príncipe!» Y yo respondí: «No hay aquí otro príncipe que Dios Todopoderoso, que humilla a los soberbios. Perdóname, Señor, porque he pecado; hacedme el servidor de mis servidores, si tal es vuestra voluntad». 
 
   Algunos años después nací de nuevo; pero esta vez en una familia de pobres aldeanos. Mis padres murieron cuando aún era niño, quedé solo en el mundo y sin apoyo. Gané mi vida como pude, unas veces como obrero, otras como mozo de granja, pero siempre honradamente, porque creía en Dios. A la edad de cuarenta años, una enfermedad me dejó tullido de todos mis miembros y me fue preciso mendigar durante más de cincuenta años en estas mismas tierras de las cuales había sido dueño absoluto; y recibía un pedazo de pan de las granjas que había poseído, y donde por una amarga irrisión se me dio el apodo del señor conde, muchas veces bastante feliz por encontrar un abrigo en la cuadra del castillo que había sido mío. Soñando, me complacía en recorrer este mismo castillo donde había mandado como déspota; ¡cuántas veces en mis ensueños me había visto allí en medio de mi antigua fortuna! Estas visiones me dejaban al despertar un indefinible sentimiento de amargura y pesar; pero jamás una queja salió de mi boca, y cuando quiso Dios llamarme a sí, le he bendecido por haberme dado el valor de sufrir sin murmurar esta larga y penosa prueba, de la cual recibo hoy la recompensa; y a vos, hija mía, os bendigo por haber rogado por mí». 
Extraído de «El Cielo y el Infierno». Allan Kardec.
Publicidad solidaria gratuita