“Los Centros Espíritas deben ser “la cátedra del Espíritu de Verdad”, porque de no tener el espíritu de luz su cátedra, tendría su influencia el espíritu del error, y desgraciados de aquellos espiritistas que están bajo la influencia del espíritu de tinieblas, que poco, muy poco, adelantarán en la vía de progreso. Por eso, se han visto Centros Espiritistas que han caído en aberraciones graves, porque a causa de su falta de examen, o por no seguir una conducta adecuada a las circunstancias, han sido dominados por influencias perversas y han contraído tremendas responsabilidades en lugar de progresar y perfeccionarse”. (Guía Práctica del espiritista, Miguel Vives).
Incorporarse a un grupo espírita es una responsabilidad. Acudimos para adquirir conocimientos, a convivir fraternalmente con los compañeros y a aportar nuestro granito de arena con el esfuerzo y trabajo diario. No obstante, deben de existir unas normas, unas directrices que todos deben de asumir y respetar para su correcto funcionamiento, pero sobre todo, una meta por encima de todas las demás. Como nos indica el maestro Allan Kardec: “Al verdadero espírita se le reconoce por los esfuerzos que realiza por mejorarse y dominar sus malas inclinaciones”.
Es normal que se cometan errores en base a la inexperiencia o a las mismas taras morales que todos, en mayor o menor medida, poseemos. Sin embargo, la buena voluntad y predisposición, la tolerancia, la comprensión, la bondad, la empatía, etc., nos tienen que llevar a crear un clima por el cual todas las dificultades habrían de ser superadas, al menos sin generar conflictos que pudieran dañar las relaciones entre sus miembros o, lo que sería peor, crear una mala imagen de cara al exterior, demostrando un comportamiento que desdiga los planteamientos espirituales que se predican.
Pero ¿qué ocurre cuando ese comportamiento no se ajusta a lo que la doctrina espírita nos dicta? ¿Qué ocurre cuando se suscitan malas praxis, malos ejemplos que minan la convivencia, generan mal ambiente y perjudican los intereses, las metas espirituales del conjunto? ¿Se deben de tolerar? ¿En un grupo espírita cabe todo, todo vale?
Seguramente sea esta una de las cuestiones más delicadas con las que nos podemos encontrar; no obstante, hay que afrontarlas con claridad y con caridad, con la debida prudencia para no equivocarse y perjudicar o confundir a nadie. Sobre todo en aquellos que poseen cargos o responsabilidades definidas dentro del grupo.
En el Evangelio según el espiritismo, de Allan Kardec, en el capítulo X Bienaventurados los misericordiosos, nos encontramos con unas enseñanzas de los espíritus muy claras respecto al derecho o no para corregir al semejante. Nos dicen en el ítem 19: “…cada uno de vosotros debe trabajar para el progreso de todos, y sobre todo de aquellos cuya tutela se os ha confiado; pero hay una razón para hacerlo con moderación, con un fin útil…, es un deber que la caridad manda cumplir con toda prudencia posible…”
Y añade en el ítem 20: “No está prohibido ver el mal cuando el mal existe, y aun habría inconveniente en ver por todas partes el bien; esta ilusión perjudicaría al progreso”.
En el ítem 21 concluyen diciendo algo muy importante: “Si las imperfecciones de una persona solo dañan a ella misma, nunca hay utilidad en hacerlas conocer; pero si pueden ocasionar perjuicio a otro es preferible el interés de la mayoría al de uno sólo. Según las circunstancias, descubrir la hipocresía y la mentira puede ser un deber, porque vale más que un hombre caiga que no muchos vengan a ser su escarnio y sus víctimas”.
Como podemos ver, se trata de una cuestión muy delicada que exige la máxima prudencia y delicadeza. Sin embargo, quedan aclaradas sus premisas con los párrafos anteriores. Nos hablan de la responsabilidad que tenemos con nuestro prójimo; de que, según los casos, puede ser un deber que la caridad obliga, ya que no se puede mirar hacia otro lado cuando está en juego la buena convivencia y el alcance de los objetivos que a nivel colectivo se han propuesto como meta.
En primer lugar, y antes de nada, debemos examinarnos a nosotros mismos, puesto que las imperfecciones nos juegan malas pasadas a todos. Si observamos malas praxis, primero debemos comprobar si no estaremos pecando de lo mismo, puesto que con mucha facilidad llegamos a proyectar sobre nuestros semejantes los propios defectos, viendo en los demás aquello de que adolecemos. También hay que tener muy en cuenta las relaciones que mantenemos con los demás; si existe algún poso de malquerencia, resentimiento o cualquier otro tipo de sentimiento contrario a la caridad, en cuyo caso es muy posible que nuestro juicio y valoración no sean los adecuados.
Si el corazón está limpio y la situación que está viviendo nuestro compañero de viaje es muy evidente, entonces es cuando hay que plantearse una línea de actuación para que, de la mejor forma posible y procurando no herir a nadie, se pueda solucionar el problema.
Por lo general, estas situaciones no se suelen producir de la noche a la mañana; hay tiempo para el análisis tranquilo y sereno. Sin embargo, no podemos eludir la responsabilidad con argumentos como: “¡Quién soy yo para juzgar!”; “hay otras personas más preparadas que yo”; “no tengo autoridad moral para ello”; etc. O la excusa cómoda de decir: “Aquí vengo a sentirme bien y no a cargar con más problemas de los que tengo”.
Un error muy común es el de confundir prudencia con comodidad o incluso cobardía moral. La prudencia siempre es buena consejera, no obstante, el daño y el perjuicio que determinados comportamientos pueden provocar al conjunto exigen actuaciones enérgicas y contundentes.
Hay también una idea que nos puede rondar pero que tampoco es del todo cierta, y es aquella de: “Ya lo solucionarán los hermanos espirituales que nos dirigen”. Ellos no pueden resolver lo que nos corresponde; pueden ayudar, pero la responsabilidad es siempre nuestra. En la medida en que se trabaja y nos esforzamos, ellos ayudan.
¿Cuál sería, por tanto, el procedimiento para actuar en caso de que alguien no estuviera actuando debidamente, causando un perjuicio al grupo? Dependiendo de la gravedad y de las circunstancias, lo normal sería primero hablar con la persona afectada. Con la debida delicadeza, y sin acusaciones ni reproches, preguntarle el motivo de esos determinados comportamientos y la impresión que causa en uno mismo y el perjuicio que puede estar ocasionando a los demás. Si la conversación es franca y de buena predisposición por ambas partes, seguramente se habrá solucionado el problema.
Si no es así, si existe negligencia, hipocresía, doblez o falsedad, el siguiente paso sería hablar con algunos compañeros, preguntarles si han observado lo mismo y darles las debidas razones así como explicar la reunión mantenida con la persona afectada. De ese modo, la responsabilidad se reparte y se busca concienciar a otros miembros del grupo de la situación que se ha generado. A partir de ese momento, consensuar una línea de actuación respecto a esta persona para que mude de comportamiento.
Puede darse una situación mucho más complicada y conflictiva, y es que los compañeros no estén en disposición de buscar una solución en común, por diferentes motivos: falta de interés, miedo, prejuicios, cobardía, comodidad, etc.
Si no mejora la situación, el último paso sería plantearlo en la asamblea general. Exponer con serenidad y claridad los motivos del caso y los pasos dados hasta ese momento, poniendo de relieve la necesidad de convenir con la persona afectada un cambio de rumbo, un cambio de actitud.
Finalmente, y como nos explicaba en el párrafo del principio Miguel Vives, cuando es “el espíritu del error” el que domina al grupo espiritual, y no existe voluntad de cambio ni predisposición a corregir conductas nocivas o equivocadas, es mejor variar el rumbo y buscar alternativas de trabajo en otros ambientes u otros grupos. Lamentablemente, uno no se puede hacer cómplice ni connivente con actitudes o comportamientos alejados de la solidaridad y la fraternidad cristiana. Sobre todo, cuando se ha buscado por todos los medios la manera de solucionarlo.
Es muy poco frecuente llegar hasta esos extremos, pero se han dado casos, y nadie está exento de crisis de esta naturaleza, que cuando no se controlan o no se perciben pueden llegar a un punto de no retorno. Cuando se quiere solucionar es demasiado tarde y el daño es irreparable.
Por lo tanto, la negligencia también se paga, del mismo modo que un constipado no tratado y no dándole la importancia que merece se puede convertir en algo grave, cuando se podría haber resuelto en el momento adecuado y sin demasiado esfuerzo.
Por consiguiente, tenemos una responsabilidad unos con otros, debemos velar por el buen funcionamiento del grupo al que pertenecemos. Las situaciones incómodas, difíciles y hasta delicadas no son una casualidad. Vivimos en un campo de pruebas donde se deben ejercitar tanto el corazón como la mente para encontrar un equilibrio que nos enriquezca y le pueda servir a nuestros semejantes. Sólo cuando afrontamos con valentía y coraje los desafíos que la vida nos plantea es cuando nos fortalecemos y andamos con paso firme y seguro, hasta culminar la tarea encomendada antes de encarnar. Como nos decía una persona muy sabia: “Sólo llegarán los más valientes”.
Malas conductas en los centros espíritas por: José Manuel Meseguer
© Amor, Paz y Caridad, 2018