Todas las etapas por las que atraviesa el ser humano son necesarias e imprescindibles tal y como nos marcan las leyes naturales: infancia, juventud, madurez y vejez. Cada una de ellas cumple con una función específica, aportando sus características; necesarias para que el espíritu se pueda superar y alcance mayores cotas de progreso espiritual.
En la infancia, como comentábamos en un artículo anterior, el espíritu goza generalmente de un cierto período de reposo, para más tarde, durante la juventud, comenzar a moldear su personalidad que definirá hasta cierto punto el desarrollo y desenvolvimiento de lo que será como adulto, hasta alcanzar el tramo final, la culminación de la existencia que es la vejez. Para muchos que no comprenden la vida desde una óptica espiritual, la consideran como una fase de decrepitud, de simple deterioro irreversible con pocas opciones para el desenvolvimiento espiritual y el desarrollo como ser humano.
Al mismo tiempo, con la vejez ocurre algo parecido que con la muerte, creemos que nunca va a llegar o que queda muy lejano, no obstante ocurre. A muchos les cuesta aceptar la “transitoriedad de la vida” manifestado en esa fase de la existencia; en el desgaste natural del cuerpo físico, así como la merma progresiva de las capacidades. Además, aquellos que piensan que sólo se vive una vez y que después no hay nada, abordan esta etapa con mayores dificultades, sobre todo a la hora de afrontar enfermedades, pérdidas de seres queridos, etc.; hasta llegar en algunos casos, al extremo incluso de buscar la eutanasia como forma de poner fin a sus padecimientos, para algunos de ellos inútiles y sin sentido. ¡Gran error! No comprenden que si todavía están vivos, aunque sufran, es por alguna razón importante.
Es precisamente, en esa última etapa de la vida humana donde queremos incidir, para darnos cuenta de que siempre existen posibilidades de progreso, dependiendo de las aptitudes y experiencia acumulada, no limitándose a dejar pasar el tiempo ni tomando una postura acomodaticia o derrotista. Como reza el conocido axioma: «Querer es poder», y en muchas ocasiones sin necesidad de grandes esfuerzos.
Como hemos comentado, en dicho periodo, por lo general, la decadencia física aparece. Finaliza la vida laboral a nivel profesional, viéndose obligados por esta y otras circunstancias a tener que adaptarse forzosamente a una nueva vida. Ya no se tiene la vitalidad de un joven ni la misma capacidad de trabajo, aunque existen excepciones que nos deben de hacer pensar. Sabemos puesto que nos lo reporta el conocimiento espiritual, que la actitud mental influye sobremanera, de tal modo que la naturaleza de los pensamientos y sentimientos afectan directamente sobre la salud física y psíquica. Es por ello que no resulta difícil encontrar a ancianos, de alguna manera “derrotados” por el peso de barreras, que muchas veces nos las creamos nosotros mismos, con actitudes pesimistas y que poco tienen que ver con la realidad objetiva del ser; magnificando problemas o simplemente no aceptando su nueva situación como persona de edad avanzada.
Por otro lado, existen otros mayores que, aun teniendo achaques y dificultades son capaces de administrarlas, por así decirlo, controlándolas para que no les afecten, sobreponiéndose a ellas para que nos les entorpezca su labor prolífica, llena de entusiasmo que contagia a quienes les rodea. Es la alegría de la aceptación, del equilibrio, del conocimiento interior respecto a la etapa que le ha tocado vivir y la acepta con esperanza. Si por alguna circunstancia la enfermedad aparece, es asumida como una oportunidad valiosa de crecimiento interior, como una prueba necesaria para el progreso espiritual.
Como comentábamos anteriormente, el anciano posee una experiencia de la vida que no se puede desdeñar y que le puede ser muy útil a sus semejantes; sobre todo a los jóvenes que empiezan a tomar responsabilidades en la vida. Lógicamente los tiempos cambian y las características de la sociedad de hoy día no son las mismas que las de antaño, pero sin embargo, en esencia, los problemas se suelen repetir, y es en esos casos cuando la aportación de los mayores puede ayudar mucho para resolver dichas situaciones, siempre y cuando no se transmitan como imposiciones ni intransigencias, que son los enemigos más peligrosos con los que nos podemos encontrar en nuestras relaciones humanas, ahogando de ese modo toda posibilidad de entendimiento y diálogo constructivo. Por tanto, la tolerancia y la comprensión deben primar por ambas partes para que exista la debida receptividad, permitiendo de ese modo, que esas «distancias generacionales», muchas veces más de forma que de fondo, se puedan eliminar.
Otro de los obstáculos con que tropiezan algunos ancianos consiste en que ante su nueva situación no son capaces de organizarse, algo que puede derivar en una ociosidad excesiva, con la consiguiente pérdida de tiempo y ante la falta de alguna actividad que le haga participar de algún modo en la sociedad, provocando un deterioro progresivo de sus capacidades tanto físicas como psíquicas. La ciencia médica moderna nos demuestra que si se mantiene un cierto nivel de actividad tanto intelectual como física, dicho deterioro resulta mucho más lento y lejano. Además cuando la tarea que se realiza está encaminada hacia un fin útil que beneficia a los demás, se siente una satisfacción interior que aleja toda idea depresiva que pudiese surgir, reportando mayor alegría y entusiasmo, imprescindibles para llevar una vida más armónica y feliz.
El ideal espiritual puede ayudar extraordinariamente. Sobre todo el Espiritismo con su doctrina orientada hacia un porvenir lleno de esperanzas y consuelos puesto que aporta los conocimientos necesarios para comprender que el esfuerzo ha de estar encaminado hacia la práctica del bien, cuyos frutos no sólo se recogen en el presente, sino cuando se termina la vida física y retornamos a nuestra verdadera patria que es la espiritual.
Los que todavía no hemos llegado a ese momento crucial de la existencia como es la vejez, tenemos la obligación moral de facilitarles al máximo su camino, no relegándolos injustamente a la sombra ni al abandono en que muchas veces se ven abocados por no prestarles la atención ni la consideración que merecen. No debemos olvidar que los jóvenes y adultos de hoy día también atravesaremos dicha etapa, y por lo tanto, depende de lo que sembremos en la actualidad el que nuestro porvenir sea más o menos dichoso.
Tengamos presente que en la Nueva Humanidad que se avecina, la vejez cumplirá con una función mucho más depurada que en la actualidad. Significará la culminación de la obra que cada ser humano haya desarrollado a lo largo de su existencia. Siendo valorados y respetados por todos, aportarán su experiencia y su trabajo dependiendo de su grado de elevación, canalizando con su ejemplo y consejos, el entusiasmo y el empuje que posee la juventud para que ésta pueda alcanzar sus objetivos.
En definitiva, también la vejez aporta al ser humano unas posibilidades de progreso que no se pueden desdeñar, cada cual en función de sus capacidades, ya que ese fue el compromiso adquirido antes de tomar cuerpo físico.
José M. Meseguer
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La vejez es la suma de toda la vida, milagro y nobleza de la personalidad humana. (Marañón)