LAS LEYES MORALES
Llevamos impresa en la conciencia la noción del bien y del mal que Dios nos ha dado desde que nos creó, con la misma facilidad para inclinarnos al mal como para inclinarnos al bien.
Sin embargo, si observamos la historia de la humanidad comprobaremos fácilmente la mayor propensión al mal del ser humano: odio, rencor, guerras, fanatismos, avaricia, etc. Un sinfín de imperfecciones que nos podría hacer pensar, en una posible incapacidad humana para asimilar moralmente algo mejor.
Puede resultar hasta paradójico intentar comprender: ¡Cómo es posible tener originariamente impresa en la conciencia la ley natural o ley de Dios, y al mismo tiempo olvidarla haciendo todo lo contrario!
El hecho de que esté escrito en nuestra conciencia no es óbice para que en base a nuestro libre albedrío, desoigamos los consejos del Yo Superior y nos inclinemos por las tendencias materiales anteriormente reseñadas.
Al optar por el camino del mal, el sentido espiritual que poseemos se empequeñece, para tomar preponderancia el materialismo que impide el recto discernimiento, pues las pasiones y las ilusiones terrestres impiden razonar acertadamente sobre las pautas a seguir.
Como consecuencia de dicha confusión perdemos el timón del barco; o dicho de otro modo, perdemos el verdadero sentido que tiene la vida, el por qué y para qué estamos aquí. Y por consiguiente, tratamos de justificar nuestra conducta con otros planteamientos muy alejados de la realidad espiritual, puesto que como indicábamos anteriormente, nuestra conciencia real se oscurece.
Dios nos crea sencillos e ignorantes. Nos graba en la conciencia la diferencia entre el bien, (la ley de Dios o ley natural) y el mal (tomar otros caminos, en sentido contrario a las leyes divinas). Lo cual hace que, a medida que el espíritu sin experiencia desoye a su conciencia y a los espíritus guías que le asisten, va cayendo en un pozo de responsabilidad, deudas, sufrimientos. Se impermeabiliza y se oscurece su sentido de la realidad, su meta final.
Este es sencillamente el proceso básico de la inmensa mayoría de espíritus cuando estamos sometidos a las pruebas y vicisitudes de los mundos de expiación y prueba, como es en nuestro caso. Cuesta mucho trabajo salir de ahí, pues adoptamos fácilmente posturas y actitudes negativas que pasan a conformar un elemento más de nuestra personalidad, hábitos y costumbres.
Las leyes de Dios son inmutables, no cambian nunca. Cuando no nos sometemos a ellas sufrimos las consecuencias de nuestras acciones.
Sin embargo, cabe puntualizar que no necesariamente hemos de pasar por las pruebas del mal sino por las de la ignorancia. Es decir, no estamos destinados a caer en el error, y las pruebas no son sinónimo de “trampas”, como alguien puede suponer. Los espíritus que están comenzando su etapa de “humanidad”, adquieren responsabilidad de sus actos a medida que se desarrolla su conciencia, y esta no les engaña nunca; siempre les guía correctamente aunque no tengan experiencia.
Cuando no es así, y se deja llevar por las malas influencias, desoyendo a su voz interior, cometerá muchos errores dependiendo de su voluntad, hasta poner límites a su caída. A partir de entonces tendrá que pasar un tiempo, generalmente mucho, hasta que el espíritu cansado de errar y de sufrir, adopte una postura que le devuelva progresivamente la lucidez, produciéndose, de esa forma, el efecto contrario. A partir de ese momento, las ansias de progreso, de paz, de luz, de felicidad, le impelen al esfuerzo y al trabajo sin descanso con las miras puestas en alcanzar la meta soñada. En ese caso, el espíritu aprovecha las experiencias vividas potenciando su voz interior, la voz de la conciencia, que hasta ese momento se encontraba como adormecida para tomar un impulso definitivo, renovándose. Es el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la libertad individual redescubriendo el camino recto y el amor. Pasamos a rescatar viejas deudas del pasado a través del sacrificio del amor, y no tanto ya por el dolor-rescate.
No obstante, el principal obstáculo son las cicatrices del pasado, los viejos hábitos, las malas tendencias. En definitiva, las imperfecciones morales a las que hay que combatir. El mal deja de estar afuera, para comprender que está en el interior. Es como una vieja casa, de gran valor, que ha estado descuidada durante mucho tiempo, y necesita una renovación profunda; devolverle el brillo, el orden y el sentido acogedor y bello para el que estaba destinada.
Por lo tanto, toda la ley de Dios está resumida en una máxima: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Primero amarnos a nosotros mismos, alejando el sentimiento de culpa, los complejos, elevando la autoestima con pensamientos positivos y edificantes.
Como afirmó el prestigioso médico y filósofo escocés del siglo XIX, Samuel Smiles:
Siembra un pensamiento y cosecharás un acto,
siembra un acto y cosecharás un hábito,
siembra un hábito y cosecharás una personalidad,
siembra una personalidad y cosecharás un destino….
Cuando nos amamos y tenemos claro el camino, llega de una forma natural el amor al prójimo. Dejamos de “polarizar” (guardar para nosotros egoístamente), todo aquello que nos llega de lo Alto, para que a su vez fluya, de forma generosa, hacia todos aquellos que nos rodean.
La misión de los grandes avatares que han pasado por la Tierra ha sido precisamente, en base a cada momento evolutivo de la humanidad, modificar las creencias humanas para acercarlas en la medida de lo posible a Dios, diluyendo la viejas creencias supersticiosas o incompletas, por otras más lógicas, más acordes con las necesidades y la capacidad de comprensión de cada época. Precisamente, en un mundo de expiación y prueba como es el nuestro, donde prevalece el mal sobre el bien, sus intenciones fueron siempre que retomáramos el hilo del progreso a través de sus ejemplos y enseñanzas, recordándonos las leyes naturales o leyes de Dios ya olvidadas o tergiversadas.
Los grandes maestros, con sus conciencias lúcidas, sin dejarse arrastrar por la parte material que como humanos a todos nos influye, fueron capaces de dar testimonio del mensaje renovador inspirado por lo Alto, demostrando que la única vía para alcanzar la felicidad se encuentra en la armonización y sometimiento a las leyes de Dios.
Sirva como símil la observación de la naturaleza, sus leyes promueven el desarrollo de la vida y su equilibrio, facilitando el progreso y la armonía de todas las especies y cosas. Pues bien, ¿qué sería del mundo si cada especie tomara un camino distinto al que está destinado hasta ahora; especies animales que matasen por placer, plantas que olvidasen de cumplir con sus funciones elementales de fotosíntesis o tomar las sustancias necesarias del suelo, o la fauna marina que buscase con ahínco la superficie terrestre a la búsqueda de nuevas sensaciones? Sería absurdo, ¿verdad? Todo se enlaza en la naturaleza de un modo admirable. Siempre, en aras de una armonía sinfónica común.
“La ley natural traza al hombre la frontera de sus necesidades” (Libro de los Espíritus, ítem 633.)
El Maestro Jesús sigue siendo el arquetipo más perfecto que ha pasado por la Tierra. Su ejemplo y vivencia no tienen parangón. Dividió la historia en dos al traer, en unos tiempos difíciles y convulsos, el mensaje de Amor, renovador, que debía de orientar a las almas perdidas y turbadas por las pasiones y la ignorancia.
Él lo dejó muy claro: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” (Mateo 16:24).
Se refería, entre muchas cosas, a que aceptáramos las vicisitudes que la vida nos tuviera preparada, luchar contra las malas inclinaciones y hacer abnegación de uno mismo.
Sometámonos pues a las leyes de Dios, rechacemos la rebeldía y transmutemos dicha energía en un sentimiento de gratitud por todo lo que nos ofrece la vida, llena de amor, generosidad y de luz.
La Ley natural o ley de Dios por: José M. Meseguer
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