¡Cuarenta y cinco años!
Todo tiene su causa, y tu tristeza y abatimiento la tiene también; te envuelve con su denso fluido un Espíritu de sufrimiento, que no hace muchos días dejó su envoltura en esa inmensa tumba; el mar es la gran fosa común, donde se confunden el suicida que negó la Omnipotencia del Eterno y el náufrago que llamó a Dios en sus momentos de agonía.
El Espíritu que pretende comunicarse contigo no tuvo tiempo en su última existencia de ser creyente o ateo, pues a las seis horas de haber nacido, su infeliz madre, desesperada, loca, huyendo de sí misma, le arrojó lejos de sí, y para estar segura de su muerte le lanzó al mar. Y entonces, horrorizada, pidió con acento delirante a las revueltas olas la restitución de aquel pobre ser; pero aquellas levantaron una montaña de espuma y huyeron presurosas llevándose una víctima de las preocupaciones sociales.
El Espíritu de ese niño vaga de continuo por estos lugares, a los cuales acude su madre para rezar con su amargo llanto. ¡Si vieras qué historias tan tristes tienen su epílogo en el mar! ¡Se cometen tantos crímenes ante el inmenso espejo de los cielos! ¿Crees tú que no hay más ciegos que los que tienen los ojos cerrados? Esos son los menos; los más son los que ven las estrellas sin comprender que en aquellos mundos lejanos se agitan otras humanidades, sintiendo, pensando y queriendo. Los que reducen la vida al estrecho círculo de sus pasiones, y para satisfacerlas cometen toda clase de desaciertos.
El Espíritu que reclama nuestra atención ha sido uno de esos ciegos que ha tropezado y ha caído repetidísimas veces; al fin vio la luz y reconoció sus errores, y si valeroso y pertinaz fue en el mal, no se le puede acusar de cobarde en su expiación. Con ánimo sereno miró el cuadro de su vida. Vio, en primer término, las multitudes que formaban sus víctimas; más lejos, un lago inmenso formado con las lágrimas de todos los que por él sufrieron persecución y muerte o deshonra y miseria; pesó uno por uno todos los dolores que había producido su ferocidad, analizó todo el mal que por su causa se había enseñoreado de ese mundo, comprendió las fatales consecuencias de su inicuo proceder, buscó en el mar todos sus actos de barbarie, siendo el terror y el espanto de mar y tierra; vio los niños sacrificados, las vírgenes violadas, los ancianos atormentados, y ante tantos horrores no tembló sino que comenzó a sufrir su condena sin murmurar: mucho lleva pagado; pero aún le queda mucho más que pagar; una de las existencias en que demostró un valor a toda prueba fue indudablemente la que te voy a referir:
Nació en la mayor miseria, creció en medio de toda clase de privaciones, mendigó su pan hasta que tuvo edad para entregarse a los trabajos rudos entrando de grumete en una galera, que fue apresada en las aguas de la India, donde en otras existencias había sembrado el horror y la muerte. Fue pasada a cuchillo toda la tripulación del buque apresado, y solo le concedieron la vida al joven grumete, que fue conducido al interior de la India, sometiéndole a los más horribles tormentos. Cuarenta y cinco años vivió sufriendo alternativamente los horrores del agua y el fuego, y no había sufrimiento que le causara la muerte.
Siempre se curaba de todas sus heridas; nadie le amó, nadie le quiso, nadie tuvo compasión de aquel infortunado; no puede recordar el beso de su madre, ni la protección de su padre; nació entre abrojos, creció entre espinas, murió en medio de agudísimos dolores.
El héroe de nuestra historia, al que llamaremos Wifredo, después de aquellos “Cuarenta y cinco años” de irresistibles tormentos ha tenido varias encarnaciones, y en todas ellas ha muerto en el mar, que es donde él ha cometido todos sus crímenes, donde ha adquirido mayores responsabilidades.
Ahora, por la ley natural, tiene que escoger padres sin corazón o dominados por azarosas circunstancias, las que influyen poderosamente en el destino adverso de Wifredo, que siempre se propone luchar y vencer, pero que no siempre puede conseguirlo, y esta contrariedad entra en su expiación. Su vida se trunca en sus primeros años, y últimamente ni un día le ha sido dado permanecer en la Tierra, contratiempo que hoy lamenta porque quiere avanzar y no avanza lo que desea. Ha lanzado al mar tantos niños que le estorbaban en sus viajes, que justo es, muy justo, que sucumba entre las olas quien no escuchó los ruegos y los lamentos de las madres desoladas.
-Pues si es justo que así suceda –preguntamos-, no tendrá mucha responsabilidad la mujer que le arrojó lejos de sí; si hay hechos que fatalmente tienen que suceder, preciso será que haya seres que los ejecuten. No tal; nunca el mal es necesario, porque el mal no es la ley de la vida; la ley eterna es el bien, y para que un ser muera no es indispensable que haya asesinos. El hombre muere por sí solo cuando tiene necesidad de morir, y cuando se ha de salvar, aunque se encuentre en medio de los mayores peligros, se salva milagrosamente, y tened entendido que no hay milagro, no hay providencia ni casualidad; lo que ha habido, hay y habrá eternamente es justicia, justicia infalible.
Tenéis una sentencia vulgar que dice así: «no hay hoja del árbol que se mueva sin la voluntad de Dios». Y en verdad es así; pero falta explicar lo que es la voluntad de Dios, que no es lo que entre los hombres se llama voluntad, es dar a cada uno según sus obras.
El hombre cae, desciende y muere en medio de agudísimos dolores en cumplimiento estricto de la ley; que aquel que se ha gozado en el dolor ajeno no tiene derecho a ser dichoso; la felicidad se obtiene por derecho divino cuando se han cumplido todos los deberes humanos. Por eso Wifredo no puede ser dichoso, porque siendo hombre no amó a la humanidad; siendo fuerte oprimió a los débiles; su talento lo empleó en el mal; nada más justo que su vida sea peregrinación y que cuanto encierra la naturaleza tenga para él punzantes espinas.
La ley de la vida es la ley del progreso, no de destrucción. Amar es vivir, vivir es sentir; y todo aquel que mata, aunque a ello le induzcan diversas circunstancias, criminal es, porque se opone a las leyes de Dios.
Wifredo ha desperdiciado tantos siglos de vida que ahora tiene sed de vivir en la Tierra; pero ha truncado tantas existencias que irremisiblemente se han de truncar las suyas, y el trágico episodio de su última encarnación le ha entristecido profundamente. También para ti habrá una familia, también llegará un día en que encontrarás una madre amorosa que vivirá esperando tus sonrisas y escuchando tus palabras. Viviste “cuarenta y cinco años” entre horribles tormentos, y fuiste tan fuerte, tan enérgico, tan decidido para sufrir, que pagaste en aquella encarnación grandes deudas. La energía es un gran auxiliar para el rápido progreso del Espíritu; no desfallezcas, no lamentes nacer y morir en el breve plazo de seis horas, cuando puedes vivir eternamente. Espera, reflexiona y confía en una nueva época no muy lejana que encarnarás en la Tierra y tendrás una familia que te ame; los cuarenta y cinco años de tu martirio en la India merecen una tregua de algunas horas de reposo, y las tendrás.
En el trabajo está la libertad; el trabajo es el que dice en todas las épocas: “Hágase la luz”, y la luz se hace; vive en la luz, y vivirás en la verdad.