Un aspecto no siempre bien valorado y explicado en las dinámicas de los grupos y centros espirituales es la necesidad de exteriorizar; es decir, adquirir una doble vertiente abierta a la sociedad.
Por un lado compartir conocimientos, divulgarlos y enseñarlos a todos aquellos que, ignorantes de la realidad espiritual, solicitan o buscan los mismos para despertar sus inquietudes personales o resolver sus problemas aflictivos y conceptuales.
Y por otro, relacionarse con otros grupos a fin de compartir las experiencias y conocimientos adquiridos, tanto los aspectos positivos como los obstáculos que en el camino se van encontrando, ya que nadie está exento del error, y un tropiezo en un grupo puede servir de señal de alarma para otros, evitando de esta forma caer en el error y avanzar más rápidamente en la senda del progreso.
De aquí se deduce la importante necesidad de compartir, convivir, relacionarse y experimentar formas y actuaciones a la hora de organizar, desarrollar y hacer efectivas las realizaciones y trabajos que todos los grupos realizan. El aislamiento no conduce más que a situaciones peligrosas que derivan en conductas poco flexibles, con enormes carencias para afrontar los cambios que han de producir el avance, el progreso y la ejecución de realizaciones que cada vez más se basan en la comprensión profunda de los problemas espirituales que afligen el alma humana.
Al relacionarnos y socializar nuestra conducta espiritual con otros grupos e instituciones nos enriquecemos, aprendemos, compartimos y podemos advertir no tanto las deficiencias de los otros, sino las propias carencias. Ocurre igual que a nivel personal; donde con frecuencia realizamos la transferencia psicológica de ver en los demás nuestras propias debilidades; este hecho hemos de cambiarlo, transmutarlo, a fin de no ver en las demás agrupaciones más que lo bueno, lo positivo, y si apreciamos que muchas de esas cosas tienen carencia en nuestra institución, debemos intentar aprender, conseguir el método que utilizan para aplicarlo a nuestra idiosincrasia y particularidades, a fin de enriquecernos y crecer como grupo en pos de mejores y mayores realizaciones.
El aprendizaje personal precisa de actitud y aptitud; la primera está enraizada con la voluntad y la humildad, a fin de comprender que de todo el mundo se puede aprender, y en todas partes nuestra voluntad noble y sincera de avanzar nos ayudará a aprender. La segunda, deriva de nuestras propias conquistas y méritos realizados, pues la aptitud se conquista principalmente con el esfuerzo, el trabajo por aprender, por formarnos, por instruirnos, no sólo en el conocimiento teórico sino en la vivencia práctica que las leyes espirituales nos demandan para conseguir una realización personal plena, en equilibrio y en constante espíritu de superación.
Somos muy pequeños; pero cuando nos encontramos formando parte de una institución con fines nobles y altruistas, no sólo aprendemos y nos podemos corregir, sino que podemos dar lo mejor de nosotros mismos; obteniendo como recompensa una de las mayores bondades que la providencia divina pone a nuestro alcance: el dar sentido espiritual a nuestra vida, cumpliendo nuestros compromisos espirituales y alcanzando el objetivo principal para el que vinimos a la tierra: el progreso espiritual.
Las vidas exentas de ideales o de principios son vidas vegetativas; una vida sin objetivos es una vida muerta (*) si sólo dedicamos nuestros esfuerzos a comportamientos fisiológicos como comer, dormir, practicar sexo, etc. Cuando los principios o las metas que mueven nuestra voluntad son de índole material y empeñamos nuestra determinación al máximo, obtenemos la fuerza para alcanzar nuestro objetivo y nos preparamos para ello sin escatimar esfuerzos (alcanzar poder, dinero, etc).
Y si el sentido de la vida se convierte en algo más trascendente, como por ejemplo dedicar la vida a los demás, a causas nobles, solidarias y altruistas, entonces ese esfuerzo se ve recompensado además por la felicidad interior, que se abre paso en el individuo a medida que avanza. A mayor capacidad de dar y entregar su vida de servicio por los demás, su plenitud y satisfacción interior se multiplica, alcanzando pleno sentido su vida en la tierra.
Si además de ello, somos conscientes de los mecanismos que rigen la vida psicológica y espiritual del hombre al considerar a éste el resultado de la evolución antropo-socio-psicológica de millones de años, nos encontramos con la realidad consciente de nuestro origen y de nuestro porvenir. Alcanzamos entonces el conocimiento de hacia dónde caminamos, con seguridad y confianza, con fe y sumisión lúcida ante las leyes divinas. Estas últimas, perfectas e inmutables en el tiempo y en el espacio, son expresiones genuinas del amor divino y de la vida espiritual y física establecida por el creador; auténtico artífice de todo aquello que somos y que llegaremos a ser.
El transferir para otros nuestros avances, nuestras experiencias, nuestras capacidades, a fin de ayudar mediante la nobleza de intenciones, es un reto y una responsabilidad que nos compete. Esto último lo debemos ejercer con la autoridad moral del ejemplo. Sin ejemplificar en nuestras propias vidas carecemos de las fuerzas suficientes para llegar a los demás. Solamente con el conocimiento teórico no podremos llegar nunca a los corazones del ser humano; seremos como la higuera seca del evangelio de Jesús; donde detrás de brillantes y deslumbrantes palabras, muy agradables a los oídos, encontraremos el vacío del amor y la hipocresía de la apariencia, al analizarlas en profundidad.
El ejemplo es la clave para trasladar con autoridad moral nuestros principios de ayuda y solidaridad, pero siempre bajo la premisa y la actitud de la humildad; ofreciendo sin pedir nada a cambio, entregando lo que el otro necesita, sin reclamar recompensa alguna.
Antonio Lledo Flor
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(*) LO QUE EL HOMBRE NECESITA REALMENTE NO ES UN ESTADO DE TRANQUILIDAD ABSOLUTA, SINO MÁS BIEN ASPIRAR Y LUCHAR POR LOGRAR UNA META QUE MEREZCA LA PENA, UNA TAREA LIBREMENTE ESCOGIDA.
Viktor Emil Frankl (1905-97). Neurólogo y Psiquiatra, fundador de la Logoterapia