Año nuevo vida nueva
Cuando conocí el Espiritismo, al llegar el primer día del año 1873, quise emplear bien sus horas, y me dirigí a un hospital a visitar enfermos, acompañada de una joven amiga, parienta cercana de la superiora de aquel triste asilo.
Después de recorrer algunas salas, entramos a ver a la madre Rosario, que nos recibió cariñosamente, llamándome mucho la atención su porte verdaderamente señorial y majestuoso, pues a pesar de su hábito, se veía en ella a la mujer elegante, aristocrática, y bajo su blanca toca brillaban unos ojos grandes, negros, magnéticos y soñadores. Sus manos blancas y delgadas estrecharon las mías con verdadera efusión, y sonriéndose tristemente me dijo, afectuosa y atrayente:
-Ya sé por mi sobrina quién es usted; por eso no extraño que me mire con cierta curiosidad: los que escriben van buscando historias por todas partes, y yo tendré un placer en contarle a grandes rasgos la mía. Antes iremos a ver mis pequeños enfermos, y luego hablaremos. Justamente hoy es un día muy triste para mí: amargos recuerdos me atormentan, y les agradeceré que me hagan un buen rato compañía.
Salió la monja, la seguimos y entramos en un saloncito, donde había seis camas, ocupadas por otros tantos niños: Rosario los besó a todos, acariciando especialmente a uno que tendría tres años, a quien en tan corta edad ya le habían amputado el pie derecho.
El niño recibió con marcada alegría los cariños de la superiora, y ésta me dijo:
—No puede usted figurarse cuánto quiero a este pequeñuelo y cuánto me intereso por él: me recuerda a otro niño a quien yo quise con toda mi alma, y si los muertos resucitaran, diría que éste es aquél.
— ¿Hace mucho que murió el que usted recuerda?
—Seis años.
—¡Quién sabe si es el mismo! Todo pudiera ser; aunque lo más cierto es que si usted lo lleva fotografiado en su mente, justo y natural me parece que en todas partes lo vea reproducido: que los muertos siempre viven en la memoria de aquellos que los supieron querer.
Rosario me miró fijamente, dio algunas órdenes a dos monjas, y volvimos a su aposento: nos sentamos, y ella, acercándose a mi lado y aproximando su boca a mi oído, me dijo en voz apenas perceptible:
— ¿Usted cree que los muertos viven?
—Sí, señora
— ¿De veras lo cree usted?
—Sí, señora, que lo creo, y usted que tiene cara de ser muy entendida, me parece que lo cree también.
Rosario me miró, y sus ojos me dijeron que sí creía; pero sus labios dieron paso a estas palabras de rutina:
—No, yo no creo que los muertos resuciten hasta que llegue el día del juicio final.
—Bueno, bueno; dejemos a los muertos y hablemos de los vivos. Usted me ha prometido contarnos algo de su vida y milagros, y espero su interesante narración.
—Breve es mi historia –dijo sor Rosario, hija del conde de Valdecañas-, viví hasta los veinte años en un paraíso: amaba y era amada; y cuando tenía preparado mi traje nupcial, cuando mi madre me decía con santo regocijo: “¡Hija mía! Año nuevo vida nueva”, porque debía casarme con mi primo Felipe el día primero del año 50, cuando mis amigas se complacían en trenzar mis cabellos con hilos de perlas y colocaban en mi blanco vestido lindísimos ramos de azahar, llegó mi primo Felipe, pálido como un difunto, diciéndome: “¡Ay! Rosario, ¡Yo me encuentro muy mal!”. Y tan malo se puso, que aquella misma noche murió, y yo me quedé en el mundo para repetir con amargura: ¡Año nuevo, vida nueva! Tan distinta vida hice, que abandoné los salones del gran mundo por los sombríos dormitorios de los hospitales; dejé mis galas, y vistiendo el hábito de las hermanas de la caridad, me entregué con tanto ardor a velar por los enfermos que estuve a punto de perder la vida.
Para convalecencia me mandaron a un asilo de niños, donde logré distraerme cuidando a los pequeñuelos. Llegó el primer día del año 60, y me tocó estar de guardia en el Torno: éste dio la vuelta y recogí a un niño hermosísimo, muy bien vestidito, y entre la faja traía un papel escrito y un pedazo de cinta de la Virgen de la Regla.
– ¿Y qué decía el papel?
-Que le pusieran al niño por nombre Felipe, y que se guardase toda la ropa que traía puesta y el pedazo de cinta hasta que los padres de aquel hijo del misterio pudieran presentar la otra mitad para recoger en sus brazos el fruto de un amor desventurado.
Yo no puedo explicarle lo que sentí al ver a aquel niño, pero lo estreché contra mi pecho, y desde aquel día fui casi feliz. El pequeño Felipe llenó de santa alegría las horas de mi vida, y durante siete años no viví más que para él.
No puede imaginarse usted qué inteligencia tan desarrollada tenía. A los cinco años leía admirablemente, y a los seis escribía con rara perfección. Tenía una conversación tan amena, que a todos los de la casa nos tenía encantados. No era yo sola la que le quería, no; ¡era tan simpático!… ¡tan entendido!… que al oírle, nadie hubiera dicho que quien hablaba era un niño.
El día que cumplió seis años, que era el día primero de enero, me decía él:
—Madre Rosario: ¿Por qué dicen las otras madres “año nuevo, vida nueva”, si hoy hacemos lo mismo que ayer?
—Para ti será vida nueva –le decía yo- si este año eres mejor que el pasado: esa es la vida nueva.
— ¿No hay más vida que ésta? –me preguntaba Felipe.
—Sí, la del cielo, la del infierno, la del purgatorio.
—No digas esas -replicaba el niño-, otra Tierra, otro mundo, otro planeta, digo yo.
No sabía qué contestación darle. Y pasó otro año, en el cual, demasiado egoísta en mi cariño, pedí a Dios constantemente que no aparecieran los padres de Felipe. Quería yo tanto a aquel niño que estaba decidida a hacerle feliz, y sabía que mi familia haría por él todo cuanto yo quisiera. Ya le veía con su título de marqués ocupando los primeros puestos del estado.
A mediados del 67, mi protegido comenzó a palidecer y a tener sueños extraordinarios, porque me decía muchas mañanas:
—Madre Rosario: hay otra Tierra, yo la he visto esta noche. Hay otros hombres con unos vestidos que brillan como los rayos del Sol, y me han dicho que me iré con ellos, que para año nuevo, vida nueva.
Yo me estremecía al oír aquellas palabras, y conseguí llevarme a Felipe a una casa de campo; porque decían los médicos que viviendo al pie de la sierra, el aire puro de las montañas le sería muy beneficioso. Otra hermana y yo nos fuimos con Felipe a una quinta; pero el niño se fue enflaqueciendo, teniendo casi todas las noches sueños verdaderamente proféticos, diciéndonos de continuo:
—¡Ay, madre Rosario, qué triste es esta Tierra!… ¡Si viera usted qué hermosa es la que veo de noche!… ¡Hay tantas flores!… ¡El cielo tiene todos los colores del iris!… ¡Qué ganas tengo de que llegue el día de año nuevo, para empezar mi vida nueva! ¡Me han dicho que me iré pronto, muy pronto!…
Al oírle se me desgarraba el corazón, y sin saber por qué, tenía un miedo que llegase el día de año nuevo que no se lo puede usted imaginar.
Al fin llegó la fecha fatal. Felipe hacía diez días que no se levantaba de la cama, y aquel día me daba tal horror de verle acostado, que le dije:
—Mira, te voy a vestir.
—Sí, sí –dijo el niño sonriéndose-, vísteme, madre Rosario, que año nuevo, vida nueva.
Le vestí, le senté en una sillita baja, y yo detrás de él, en una más alta. Comencé a peinarlo, tenía un cabello hermosísimo; se me enredó un poco el peine y le dije:
—¿Te he hecho daño, Felipe?
—¡No! –contestó con voz muy rara.
Yo sentí un estremecimiento. Encontré en la voz del niño un timbre tan especial, que me incliné más para mirarlo. ¡Nunca he visto un semblante más hermoso! Estaba completamente transfigurado. No tenía su rostro la expresión habitual: era un ángel resplandeciente de luz; su mirada, fija en una ventana por la cual entraban los rayos del Sol, parecía extasiarse en los horizontes del infinito; tan encantado estaba, tan abstraído le vi, tan desprendido de los lazos materiales.
—¡Felipe! –le grité aterrada, porque vi junto a él una sombra diáfana-. ¡Felipe! ¡No me dejes!…
El niño, al oír mi voz, que era un grito del alma, se estremeció, y su Espíritu volvió a la Tierra (digámoslo así), me miró y me dijo con voz muy apagada:
—No llores porque me cumplen la promesa ¿No oyes lo que dicen?… Que año nuevo, vida nueva…
Y volvió a quedarse en éxtasis, murmurando de vez en cuando:
—¡Vida nueva!… ¡Vida nueva!
Y se fue con los ángeles el ángel de mi vida; y tuve entonces más sentimiento, muchísimo más, que con la muerte de mi primo Felipe.
Yo no tenía consuelo, no podía vivir, y creí volverme loca. ¡Cuánto sufrí! Y sufro todavía al recordar aquellos inolvidables momentos.
En todos los niños veo a Felipe: me hago la ilusión de que lo he de ver otra vez…
—¿Y por qué me preguntaba usted si yo creía que los muertos viven?
—Porque me parece que por la noche oigo la voz de Felipe, y como ya sé por mi sobrina que es usted espiritista, no sé por qué he creído que por medio de usted sabría si realmente Felipe está cerca de mí.
—Descuide usted, Rosario: a la primera ocasión que tengamos, preguntaremos por Felipe, y le daremos cuenta de lo que hayamos obtenido.
Y así fue. Un mes después, en un grupo familiar, preguntamos por aquel niño y se obtuvo la siguiente comunicación de los espíritus, dirigida a Rosario:
“¡Amor de mi alma! ¡Amor de toda mi vida! ¡Bendita seas tú, que velas el sueño de los enfermos y acoges a los niños huérfanos! Para ti también llegará el año nuevo, y comenzarás la vida nueva”.
Un año más tarde, la madre Rosario había profesado el ideal espiritista, y vivía en México, cumpliendo divinamente su misión de madre de la verdadera familia.
Año nuevo vida nueva por: Amalia Domingo Soler