YO ERA UN MATERIALISTA

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  Y la idea del materialismo se robustecía más y más en mi mente, adquiría más fuerza, se evidenciaba más hasta llegar al pleno conocimiento, de que nosotros los hombres estamos formados únicamente de un número indefinido de átomos constitutivos de las
células, cuyo conjunto en su íntima unión, daba lugar a la formación de los tejidos y los órganos, de esos órganos y esos tejidos que yo tantas veces había disociado con el escalpelo, y escudriñado con la creación portentosa llamada microscopía. 
 
  Algunas veces, estudiando la armonía admira­ble, el perfecto funcionalismo y la maravillosa preci­sión con que funcionaba el organismo humano, me preguntaba yo: ¿Es posible que la percepción de los objetos y los sonidos, los movimientos, la circula­ción, sean patrimonio exclusivo del sistema nervioso? ¿No existe un algo desconocido por nosotros que hace sentir y pensar? 
 
  Habituado a contemplar al hombre como una combinación complejísima de cuerpos químicos, no veía en él más de lo que pudiera admirar en cualquier maquinaria, engranajes o articulaciones, electricidad o substancia nerviosa, poleas de transmisión o músculos, ¿qué más tenían para mí? Pero, y la inteligencia, y ese sentimiento íntimo que se llama conciencia y que vela siempre en nosotros cual centinela avanzado pronto a dar la alerta, cuando nos apartamos de nuestros deberes. ¿Qué eran? ¿Qué elemento íntimo de la célula nerviosa los creaba? Eso ya se descubrirá con el tiempo, me decía yo, como se han descubierto tantas cosas que hace un siglo hubiera parecido absurdo su solo enunciado. 
 
  Un día vi una necrópolis por primera vez; largos paseos sombreados por cipreses que elevan su copa hacia el cielo como implorando caridad para los vivos y recuerdos para los muertos, y a uno y otro lado, panteones y lápidas admirables por su riqueza y arte, y aquí y allí, humildes cruces y espacios que ni aun cruces tenían, debajo de los que reposaban su sueño eterno los seres que fueron… ¡Qué amargura me producía su contemplación!, allí también había dife­rencias de clases, la vanidad y la ostentación humanas llegaban hasta el sepulcro… 
 
  Aquel silencio, aquel ambiente de paz y reposo sólo turbado por el susurro del viento y el piar de algún pájaro, me causaban una impresión indes­criptible, sentía una melancolía, un terror que me hacía extremecer: allí iría yo a reposar cuando la muerte hendiera con su afilada guadaña mi existencia. Allí tendría su epílogo la lucha inhumana de la humanidad por la vida, por esta vida sembrada de odios y sinsabores, de luchas y de amarguras, pero que en aquel momento, no hubiera yo dejado por nada del mundo, ¿y tenía yo que sucumbir?, ¿después de esta existencia fugaz como un relámpago y que tanto nos costaba conservar, no había nada más que un cementerio y una tumba? ¿Entonces para qué la lucha? 
 
  Abismado en estos pensamientos, regresé a la capital; el recuerdo de aquella tarde de otoño no se borrará jamás de mi mente. ¡Cuánto he sufrido desde entonces! Mis ideas se concentraron en un sólo punto: ¡¡la Muerte!! No pensaba más que en ella, no veía más que el fin del camino, y así con estas torturas, con estos suplicios, pasaron meses y años; mi salud se resentía, mi organismo se debilitaba y veía con horror acercarse lo que tanto terror me causaba; me contemplaba en un espejo y en él veía reflejada la imagen de un espectro que se movía, que hablaba, pero que presentía yo que en breve reposaría en aquel sitio de calma y de silencio horrible. 
 
  Por ver si reponía algo mi quebrantada salud vine al mediodía, donde el azul del cielo era más puro, donde respirando aquel ambiente, los sentidos se extasiaban, pareciéndome que la materia recobraba algo de su perdida fuerza, pero ¡¡ay!! mis preocupaciones morales no por eso dejaban de subsistir, me pasaba horas y horas contemplando la planicie inmensa del mar rizada en su superficie por el soplo tibio de la brisa, mirando como se estrellaban las ondas en la orilla produciendo torrentes de espuma que se deshacían en caprichosos dibujos y cambiantes de luz. 
 
  Así transcurrieron bastantes días, mi espíritu ante la contemplación de tanta belleza, recobraba algo, muy poco, de su perdida calma; por las noches en la soledad de mi retiro tornaba a mis pasados horro­res; el silencio y la oscuridad herían mi imaginación enfermiza recordándome la fría tumba; y entonces un sudor helado bañaba mi frente y un extremecimiento de horror invadía mi cuerpo. ¡Cuánto hubiera dado yo por creer en el más allá! 
 
  Por fin llegó un día, ¿cómo describirlo yo? Quisiera tener la pluma de un Cervantes, de un Shakespeare para poder traducir aproximadamente lo que sentí. La impresión que experimenté no la sentirá mayor la madre que recobra al hijo perdido; la venda cayó de mis ojos, vi la luz y me admiré que durante tanto tiempo mi pobre inteligencia hubiera vivido en el error, cuando tan fácil era adquirir la dicha. Tan grande me parecía ésta, tan sublimes eran para mí las nuevas ideas, lo inmenso del bálsamo consolador que mi alma recibía, engrandecían de tal modo mi ser, que 
 
  muchas veces dudaba de que fuera cierta tanta felicidad y sentía temores y vacilaciones sólo comparables al que llegado a la cumbre de una montaña contempla horrorizado el abismo que está a sus pies. 
 
  Poco a poco se iba rasgando el tupido velo que cubría mi inteligencia, se hacía más diáfano, más sutil, y mi ser iban comprendiendo el error de mi anterior estado, la contemplación de la naturaleza me confirmaba más del poder y de la sabiduría del Ser Supremo, ya no veían en la muerte el término de la vida, sino la continuación de ésta, más libre, más feliz y desembarazada del influjo de la materia; la existencia entonces me parecía una dicha inmensa puesto que daba medios para practicar la caridad y el amor al prójimo. 
 
  El trino de los pájaros, el murmurar de la brisa, se me antojaban fervientes cantos elevados cual himnos sublimes en honor de Dios, de ese Dios tan bueno, tan cariñoso con las miserables criaturas que poblamos la tierra. Ya no sentiré nunca el extremecimiento glacial que antes helaba mis huesos al pensar en el término inevitable y fatal de mi vida, ahora la claridad me inunda con su luz, disipando las pequeñas nubes de la duda que aún anublaban mi mente; la vacilación no existe en mí, ya dejo para siempre amplio espacio a la evidencia que imprime la convic­ción. ¡Gracias Dios mío por haber hecho llegar hasta mí las irradiaciones de tu luz! ¡Benditos mil y mil veces, seres queridos, que desde el espacio habéis guiado mi inteligencia por el camino de la verdad, dichosos vosotros queridos hermanos que me habéis sacado de las tinieblas en que yacía, qué felicidad tan grande me habéis dado! ¡Qué feliz soy ahora Dios mío, qué feliz! 
 
FRANCISCO DE BORJA MARTIN
Artículo extraído de la «LUZ DEL PORVENIR», nº 80, editado en Villena él 15 de abril de 1910.

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