VANIDAD Y HUMILDAD II

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Conoceremos fácilmente a las personas vani­dosas, por su empeño por figurar entre los primeros, donde se hallen, y aparentar de llamar la atención hacia su persona buscando las posiciones o lugares más destacados y visibles; sufriendo cuando no puede conseguirlos, por su exagerada susceptibilidad a la opinión pública. Y cuando esta tara esté asociada con la ambición, se manifiesta en un afán de grandeza para exhibirla ante los demás.

Detrás de toda ostentación hay vanidad y a veces orgullo, que son debilidades del carácter. El individuo arrogante vive la tristeza de su nulidad interior, que trata vanamente de encubrir con la fastuosidad del ropaje externo. Y su altivez aleja de sí a las personas sensatas, a las que valen, provo­cando en él o ella la consiguiente amargura. Vive internamente un complejo de inferioridad que le corroe y turba su tranquilidad al pretender engañarse a sí mismo, según está probado por el psicoanálisis. Para muchas de las personas esclavas o víctimas de la vanidad, los prejuicios sociales, el «qué dirán» se convierte en una pesadilla.
 
Si a las cosas humanas no les damos más valor que, el que realmente tienen, la vanidad, orgullo y envidia no tendrían cabida en nosotros. Viviendo con sencillez, sin ostentación, que complican la vida, esos aspectos no podrán afectarnos; ya que la vida sencilla sin ostentación es uno de los aspectos de la humildad, creadora de armonía psíquica tranqui­lizadora. Pues, la humildad es, propiamente, un estado mental de superación de la vanidad que empequeñece, del orgullo que es motivo de amarguras, del amor propio que induce a cometer errores productores de sufrimiento.
 
Contrario a la vanidad, la humildad, bien entendida, nos lleva a vivir con sencillez y actuar con naturalidad, sin ficción; alejando de nuestra mente ciertos reflejos del medio ambiente circundante, sin crearse apetitos innecesarios que luego exigirán el tributo de energías. En cambio, la vanidad que es una consecuencia del amor propio, necesita rodearse de lujos y apariencias, causa de la ruina de muchos hogares.
 
La vanidad es una demostración de pequeñez, toda vez que tiene que valerse de artificios, de la ostentación, carentes de valor real. Como dijo nuestra gran socióloga, Concepción Arenal: «La vanidad es ridicula, porque aspira siempre a ostentar un poder que no tiene; y su mentira se ve, y su importancia se descubre, excitando una sonrisa de desdén, en vez de la admiración que buscaba.»
 
Superemos lo que de amor propio haya en nosotros, causa principal de la vanidad, y también nuestro enemigo espiritual.
 
Para conocer en nosotros el grado de vanidad y el punto de humildad, de superación en que nos hallamos, necesario es analizar nuestras reacciones en la vida diaria, así como los sentimientos y pensamientos; a fin de identificar el «grado» de vanidad y amor propio que en ese análisis pudiere encontrarse aún. Si sentimos el deseo de admiración, si todavía nos agradan los halagos y elogios; señal inequívoca es, de que en nosotros aún existe vanidad. Y si en las faltas de los demás, vemos motivo de censura, o nos empequeñecemos al ver a otros sobresalir en algo, señal es de vanidad y hasta de envidia.
 
Aquellos de nosotros que estamos ya en el esfuerzo de la superación de las imperfecciones, que estamos ya en acción de servicio fraterno, que hemos sentido y respondido al llamado de nuestra realidad espiritual, y comenzado ya a avanzar voluntariamente en el empinado camino de la evolución, y ya unidos mentalmente a las Esferas Espirituales Superiores, por la vibración positiva alcanzada; debemos mantenernos siempre alerta,  a fin de que las lisonjas y halagos, que muchas veces son sinceros, no despierten en nosotros la vanidad, que interrumpiría esa unión con lo Superior y nos uniría vibratoriamente a las fuerzas negativas del astral inferior, desarmonizando nuestra vida humana y retardando nuestro progreso espiritual; porque es en el aspecto espiritual donde la vanidad es más perjudicial.
 
Algunas de las personas beneficiadas por nuestra atención amorosa y fraterna, desearán retribuirnos o ensalzarnos. Por profundo que sea el agradecimiento demostrado, por halagadoras que sean las palabras que escuchemos, nuestra alma no deberá sentir jamás, el impacto de esos halagos. Y es ahí, precisamente, donde deberá actuar nuestra fuerza moral, nuestra superioridad espiritual, dejando que esos halagos resbalen como una gota de agua sobre una superficie de aceite.
(continuará)
 
SEBASTIAN DE ARAUCO
 
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