Hace treinta años que conocí a Carlos y a Luisa; él era un joven pálido, enfermizo, de mirada dulce y melancólica; ella era casi una niña, aún no sabía llevar el vestido largo; parecía el símbolo de la modestia y de la humildad, y lo miraba fijamente al elegido de su corazón; me parece que aún los veo, ella sentada en un antiguo sofá y él sentado en una silla apoyado en el respaldo del canapé, es decir, en un brazo del mismo. El la miraba fijamente, y ella con la cabeza inclinada y los ojos medio cerrados, parecía que estaba magnetizada; ni uno ni otro pronunciaba una palabra, pues cuando habla el corazón no hay intérpretes para ese lenguaje divino. Ellos se aislaban de tal modo, que aunque estaban rodeados de la familia de ella y de varios amigos, no se mezclaban en la conversación general, ni nadie osaba turbar su amoroso éxtasis; inspiraban respeto y admiración aquellos dos seres que no parecían pertenecer a la Tierra, silenciosos, tranquilos, reservados y tan humildes que no se atrevían a formular el menor deseo.
Luisa no tenía madre, y esto aumentaba su natural timidez; se veía que en su hogar era una planta sin raíces, y Carlos era el rayo de sol que vigorizaba su frágil existencia. Siguieron sus relaciones años y años, y aunque él adoraba a Luisa, por evitar graves disgustos de familia, especialmente con su madre, que lo quería unir con una rica heredera, y no quería a Luisa porque ésta era pobre, Carlos, tolerante por excelencia y aconsejado por Luisa que le decía: «No quiero que le des disgustos a tu madre por causa mía; yo quiero tu alma, no tu cuerpo, yo te querré siempre lo mismo si permaneces soltero que si le das tu nombre a otra mujer: tu alma yo lo sé que es mía, tu cuerpo será más tarde poseído por los gusanos; de todos modos tengo que perderte años antes o años después; lo que es de la tierra, a la tierra vuelve; yo sé que las almas viven siempre, pues viviendo siempre, nuestra unión será eterna». Y Carlos, alentado por estas palabras, recordando la frase de Dumas (padre), que decía: «La ciencia de la vida es confiar y esperar»; confiando en la justicia de Dios y esperando el cumplimiento de sus eternas leyes, se consagró a su madre, sin dejar por esto sus relaciones con Luisa. Diariamente le escribía amorosas epístolas, pues vivían muy lejos el uno del otro, transmitiendo el telégrafo sus citas cuando alguna dolencia le impedía escribir, y así transcurrieron ¡treinta años!, siendo las cartas de ambos tan apasionadas como en su juventud.
La madre de Carlos llegó a cumplir noventa años, y cuando menos se esperaba, Luisa cayó gravemente enferma: sintiéndose morir, pidió que le telegrafiasen a Carlos su alarmante estado, y Carlos acudió a su llamamiento para recibir su último suspiro, y después de cerrar piadosamente los ojos de Luisa, aquellos ojos que tan amorosamente le habían mirado, el telégrafo le llamó de nuevo para que acudiera al lado de su anciana madre que esperaba la llegada de su hijo para morir. Su misión se había concluido en la Tierra; muerta Luisa, ya no tenia que servir de obstáculo a la felicidad de nadie.
La muerte de aquella anciana me impresionó profundamente, hasta el punto que como útil estudio le pregunté al guía de mis trabajos qué lazos, qué historia existía entre Luisa y aquella mujer que se negó siempre a las súplicas de su hijo (el que tanto quería) y no se ablandó a sus ruegos, consistiendo en verle triste y meditabundo repitiendo con firmeza: «Lo que es, mientras yo viva no te casarás con ella». ¿Por qué tanta oposición? Siendo Luisa de muy buena familia, querida de cuantos la trataban, porque era un modelo de virtudes, ¿qué abismo había entre esos dos Espíritus que los separaba, causando la desgracia de dos almas buenas?.
«Veo que olvidas (me dice mi guía), lo que no debieras olvidar, y es que toda causa produce su efecto, sin que nada pueda impedir o desviar el efecto, una vez producida la causa. Nadie puede eludir esa ley, por elevado que sea el puesto que ocupe en la escala interminable de la evolución. Lo que hay arriba es como lo que hay abajo, y es la ley una».
«Carlos y Luisa son dos Espíritus enlazados hace muchos siglos por un afecto poderosísimo; por eso para ellos los obstáculos terrenales no existen para entibiar su cariño, ¡se aman!, y en esta palabra está dicho todo».
«En su encarnación pasada se unieron ante los altares y una hija vino a aumentar su felicidad, una niña cándida y buena, dulce y reflexiva, sensible y apasionada. Un joven del pueblo, un humilde obrero, logró atraer su atención, y los dos se amaron con delirio, porque el amor es el gran igualitario del Universo, es el que acorta todas las distancias; pero Carlos y Luisa querían para su hija un potentado, un noble que ciñera a sus sienes una corona ducal, y sus deseos se vieron cumplidos, porque un noble con muchos pergaminos y un árbol genealógico lleno de escudos de nobleza ofreció a la enamorada niña sus palacios, sus tesoros y su envidiable posición social; pero la niña contestó resueltamente: «No me uniré con nadie si no es con el amado de mi corazón; antes morir que serle infiel». Y cumplió fielmente su palabra; el humilde obrero fue deportado acusado de traidor a la patria, muriendo en el destierro, y ella, su fiel prometida, vivió algún tiempo sin exhalar una queja. Sus padres fueron inflexibles ante su dolor, y la joven murió perdonándoles su ceguera.
«¿Merecerían en esta existencia Carlos y Luisa disfrutar las delicias de un amor correspondido? No; justo ha sido su sufrimiento y la madre de Carlos ha sido el instrumento de su martirio; no podía morir antes que Luisa porque era preciso que se cumpliera la ley, ya que por ellos, en su anterior existencia, murió en el destierro solo y abandonado un ser inocente, y el humilde obrero de ayer, ha sido la madre inflexible de hoy: Ellos seguirán amándose, ellos conquistarán la tierra prometida, ellos se purificarán por el sufrimiento y no ejercerán la tiranía con los Espíritus que les pidan albergue en su hogar.
«La ley no es más que una; el que atropella, él mismo se atropella después; el que abusa de su autoridad, es víctima de su abuso. De esto se ríen los ignorantes y los orgullosos, pero los hechos los convencen a su debido tiempo, puesto que no puede ser dichoso el que ha causado la infelicidad de otro. Adiós».
Dice muy bien el Espíritu; no admiten muchos el Espiritismo porque no quieren conocer su pequeñez y su miseria moral, pero ante la verdad no basta decir: no quiero creer que hay que inclinar la cabeza ante la sentencia que pronuncia uno mismo, como la inclinación Carlos y Luisa, que siendo los dos muy buenos, muy sufridos, muy espirituales, tuvieron que vivir separados el uno del otro sin poderse liberar del misterioso maleficio que les hacía sufrir una contrariedad perpetua, esperando durante treinta años el indulto para un delito que ellos no sabían que habían cometido. ¡Cuánto hay que estudiar en la biblia de la humanidad! Por ella sabemos que todo se paga.
Amalia Domingo Soler.
Artículo extraído del libro «Hechos que prueban».