LEY DE CONSERVACIÓN

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Ley de conservación

Todas las leyes naturales contribuyen al progreso de la humanidad. La ley de conservación nos da la medida de lo necesario y lo superfluo a través de las herramientas que poseemos como son, el instinto, la inteligencia o la intuición

En primer lugar, el instinto es la manifestación más básica de todos los seres vivos que existen sobre el planeta. En el hombre, siendo una inteligencia no racional, nos induce al bien ya que no se extravía nunca. Nos dota de la capacidad para la búsqueda de la supervivencia y la conservación de la vida. Nos advierte de peligros, y se puede manifestar a través del miedo a lo desconocido; también por medio del dolor. Nos preserva de situaciones que pueden poner en riesgo nuestra integridad física.

“Dios no podría dar al hombre la necesidad de vivir sin darle los medios” Libro de los Espíritus; 704.

En segundo lugar, la inteligencia nos ayuda a discernir la medida de las cosas, a ponderar nuestras necesidades y la forma de cubrirlas. En este punto nos diferenciamos del resto de los seres vivos. Además, la inteligencia nos dota de «responsabilidad» en nuestras acciones; nos lleva a tener que tomar decisiones, teniendo que asumir las consecuencias de nuestros actos. Se alimenta de algo muy importante, que es la «experiencia».

Por último, la intuición nos dota de otra posibilidad, de algo sutil, inexplicable para los materialistas, que consiste en actuar según nos dicta una voz interior, por decirlo así, que nos inclina a obrar de un modo u otro, sin que necesariamente se haya tenido que razonar el asunto. Puede ser el producto de las experiencias vividas por uno mismo en existencias pasadas, o la inspiración de otras entidades, como puede ser nuestro guía espiritual, para que tomemos una decisión acertada; dejando la decisión final y el mérito a uno mismo.

“… Sólo lo necesario es útil; lo superfluo no lo es nunca.” El Libro de los Espíritus, 704.

Sin embargo, cada individuo tiene una forma distinta de calibrar las necesidades propias, en función del progreso alcanzado, y distorsionado por el grado de egoísmo y orgullo que todavía subyace en su interior. En este sentido juega un rol fundamental el materialismo o la espiritualidad desarrollada en las diferentes existencias físicas vividas.

Por ejemplo, en el goce de los bienes terrestres, cuanto mayor es el nivel espiritual, menos importancia se le da a las cosas materiales; estas son observadas como un medio y no como un fin en sí mismo. Las posesiones materiales adquieren en ese punto otro cariz, como herramienta de trabajo, instrumentos de los que se sirve el espíritu para su progreso y el de los demás. Esto no significa que no hayan de ser disfrutadas, sino que somos responsables de su administración, puesto que son concesiones temporales de cuyo uso tendremos que dar cuentas el día de mañana.

No obstante, para los espíritus inferiores, poco evolucionados, la riqueza y los bienes son una finalidad, no un medio para proporcionar bienestar también a sus semejantes. Obviamente, el Padre nos provee con generosidad para que no nos falte lo necesario, pero está en el abuso la causa de todos los males. Todo ello provocado por un defecto material que en mayor o menor medida nos afecta a todos: el egoísmo. Esta lacra nos impide ser solidarios con nuestros semejantes, caritativos cuando la ocasión lo requiere, previsores cuando hay peligro de escasez, etc…

Hoy día vivimos en un mundo dominado por la publicidad y el consumismo. La técnica consiste en vendernos emociones para que compremos objetos, con lo cual la esperada felicidad es excesivamente fugaz y no colma las necesidades reales del ser. Poseer casas, yates, coches de lujo, un amplio patrimonio económico, etc., no son suficientes para dotar de felicidad interior al ser humano si no se encuentra mentalmente y espiritualmente equilibrado. Muchos de ellos se encuentran vacíos, con relaciones familiares rotas, con unos hijos que no valoran lo que tienen puesto que no les ha costado ningún esfuerzo. Las consultas de los psicólogos y los psiquiatras se encuentran llenas de personas con importantes conflictos mentales y emocionales, pese a que lo han conseguido todo a nivel material, pero que no han encontrado el tiempo para equilibrarse interiormente; escuchar, entre otras cosas, su voz interior que le demanda unos determinados objetivos en la vida.

Por otra parte, es una enorme falacia justificar el hambre en el mundo, como argumentan algunos, porque no hay suficiente para todos, debido a la superpoblación en el planeta, cuando el grueso de la riqueza mundial se va concentrando cada vez más en unos pocos privilegiados, favorecidos por unas leyes injustas creadas por ellos mismos. Si el hombre se preocupara por el bien común, se ahorraría muchas desgracias y cometería menos injusticias. Hay que proveer de todo lo necesario a quienes no disponen de los medios o de la posibilidad de adquirirlos por sí solos. Tenemos la obligación moral de proteger y amparar a los más desfavorecidos, puesto que todos somos hermanos, formamos parte de un núcleo social en donde no somos ajenos los unos de los otros. La convivencia y la solidaridad nos deben de llevar a preocuparnos y ocuparnos por el bienestar general.

“Hay sitio para todos bajo el sol, pero a condición de que cada cual ocupe el que le corresponde y no el de los demás.”

“La naturaleza no puede ser responsable por los vicios de la organización social y por las consecuencias de la ambición y el amor propio” Allan Kardec (Libro de los Espíritus; 707)

La corrupción de los poderosos, el despilfarro de las élites políticas y económicas, la falta de previsión y de responsabilidad de muchos círculos de poder, dejan patente las señales inequívocas de un sociedad enferma, carente de ideales, de un rumbo que se debería de plasmar en una «educación» basada en unos valores comunes, al margen de creencias religiosas o intereses mezquinos, partidistas e inmediatistas.

Según nos dice la sabiduría china: “Si piensas en el próximo año, planta maíz. Si piensas en la próxima década, planta un árbol. Pero si piensas en el próximo siglo, educa a la gente.”

También conviene significar el progreso que supone para la humanidad el trabajo voluntario de todos aquellos que se sacrifican por los demás, comprometiendo su bienestar y confort, trasladándose a países de conflicto y graves carencias, para desarrollar un trabajo de asistencia sanitaria o de otro tipo, de forma generosa y altruista. Ese tipo de privaciones sí que tienen un sentido superior, agradable a Dios, puesto que supone el poner en práctica la caridad en su más bella expresión.

Tenemos ejemplos sublimes de renuncia como expresión de una forma de entender la vida, siendo consecuentes con unos ideales y unos objetivos por encima de cualquier otra cosa. Ahí está un Francisco de Asís, “el trovador de Dios”, que en un momento de despertar espiritual y de lucidez rompió con todo para dar paso al nuevo hombre que dormía en su interior, llevando una vida de servicio y privaciones. Teresa de Calcuta, que pese a las dificultades, supo mantener con firmeza su objetivo de ayuda a los desheredados de la India, los parias y olvidados por la sociedad, promoviendo una obra que todavía perdura hoy día con mucha fuerza en aquel país. Y como no, el inigualable Jesús de Nazaret, cuyo mayor sacrificio fue el renunciar a su dicha para descender a los planos más groseros de la materia, en un mundo turbulento como el nuestro, dando un ejemplo de amor, bondad, tolerancia y perdón sin límites.

Podemos decir que, la ley de conservación tiene una finalidad muy importante; nos da la medida de lo necesario para preservar el preciado tesoro que es la vida. No olvidemos que tanto esta ley como el resto de leyes divinas obedecen a un plan consistente en el equilibrio y la armonía universal, contribuyendo así al progreso general del Universo. En pocas palabras, un mecanismo perfecto propio de un Creador perfecto.

Aquellos que ya poseemos cierto conocimiento sobre las leyes espirituales que nos rigen y su funcionamiento, tenemos la impostergable obligación de ajustarnos a ellas, pues son la guía perfecta que nos conduce al progreso y a la evolución sin fin.

Para concluir, la ley de conservación nos enseña a valorar la vida, a disfrutarla, a prolongarla todo lo posible para compartir, construir, trabajar y crecer; nos impele a vivir en armonía con todo aquello que nos rodea, a aprovechar el tiempo. Es un instinto natural, muy sabio, inherente a todas las criaturas que merece su análisis y consideración.

José M. Meseguer

© 2017, Amor, Paz y Caridad

 

“No hay cosa que los humanos traten de conservar tanto, ni que administren tan mal, como su propia vida.”  (Marco Tulio Cicerón)

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