La realidad social de este comienzo de siglo, es la gran confusión en las mentes y conciencias de los hombres que les ha llevado al único objetivo de una sociedad hedonista donde todo es válido con tal de conseguir la posesión de un materialismo embrutecedor, ha generado un aumento de la violencia y la criminalidad.
Diariamente asistimos con horror a escenas terroríficas de violencia y muerte producidas por el desequilibrio humano; ante estos hechos la sociedad pretende protegerse adoptando medidas de diversa índole, una de ellas es la pena de muerte, a fin de amedrentar al posible criminal, asesino u homicida de las consecuencias de sus actos.
Demostrado está, estadísticamente hablando, que en los países que actualmente poseen legalizada la pena de muerte, la criminalidad no sólo no disminuye sino que en algunos incluso aumenta como en E.E.U.U.; este hecho nos demuestra que, ante la barbarie humana este castigo no amedrenta ni detiene de ninguna manera al delincuente.
Espiritualmente hablando, algunas veces hemos tratado el tema de la justicia humana y la justicia divina; la primera es realmente imperfecta puesto que está realizada por los hombres y el hombre como ser imperfecto no puede aplicar la justicia con perfección.
Por el contrario, la justicia divina es total y absolutamente perfecta pues se basa en la aplicación de unas leyes, igualmente perfectas, creadas por Dios para la evolución del hombre. Así pues, ante la justicia divina nadie escapa a su responsabilidad, todos somos responsables de lo que realizamos por nosotros mismos, con los atenuantes debidos en función del hecho y que son contemplados con total y absoluta objetividad e imparcialidad por estas leyes divinas. «El que siembra vientos recoge tempestades». «A cada cual según sus obras».
El hecho de que la justicia humana sea imperfecta no quiere decir que haya que prescindir de ella; esta es necesaria pues no sería posible la convivencia entre la sociedad actual. Ahora bien, una cosa es que sea necesaria y otra muy diferente es que debamos admitir aspectos que esta justicia enmarca como castigos y que son contrarios a las leyes divinas que salvaguardan la vida humana como bien preciado concedido por Dios.
Nadie tiene potestad para dar ni quitar la vida; solo Dios es el responsable de esta atribución; el hombre no puede ni debe ocupar el papel del creador. Es por ello que, la pena de muerte no es más que un gravísimo error que está adoptando el hombre, creyendo que así podrá librar a la sociedad del peligro de muchos delincuentes y que ese castigo es el que merecen por sus actos.
Si se comprendiera y se tuviera fe en la justicia divina, todo este planteamiento cambiaría pues, todo aquello que se realiza tiene su justa correspondencia, y el asesino de hoy, sufrirá las consecuencias en el mañana con un destino infeliz y una vida plagada de sufrimientos, donde experimentará en sus propias carnes todo el daño y el horror que ha hecho experimentar a otros.
Así pues, la pena que aplican los jueces para preservar el orden y la ley en la sociedad es necesaria, incluso válida para aquellos que, siendo un peligro para la sociedad por sus numerosos crímenes hayan de permanecer en prisión años y años; no obstante la pena de muerte sobrepasa los limites de las atribuciones de la justicia humana, y por ello, es un atentado y un delito cuyos responsables deberán dar cuenta el día de mañana.
Comprendiendo la vida como una oportunidad de progreso y de asimilación de experiencias, por muy duro y difícil que sea el caminar de un espíritu sobre la tierra, nadie tiene derecho a segar su vida. La justicia divina, aplicará en su momento con toda perfección y rigor el correctivo adecuado para cada espíritu, a fin de propiciar la regeneración de esos espíritus hacia el camino del bien, aunque antes deban de pasar por numerosas experiencias llenas de dolor y sufrimiento en vidas posteriores.
El mayor ejemplo del valor que tiene la vida para el hombre lo dio el propio Jesús, que supo entregar su vida para la redención humana, sufriendo la mayor de las injusticias con el fin de que su ejemplo se perpetuara en el tiempo y en las conciencias de los hombres. La vida adquiere así todo su valor y grandiosidad; aún en los últimos suspiros de su vida el maestro se dirigió al Padre pidiendo clemencia para sus verdugos: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen».
Es el gran don que Dios otorga al hombre; sólo EL tiene el poder y la atribución para concederla o retirarla.
Antonio Lledo Flor
©1995, Amor,paz y caridad