En nuestra sociedad de hoy día uno de los aspectos que más se echa en falta es el de la amistad, pero no una amistad superficial, sino verdadera, sentida en toda su amplitud, con todo lo que eso significa.
Se trata de un sentimiento que no se puede definir con simples palabras, hemos de acudir inevitablemente a lo que cada uno pensamos y sentimos al respecto. Todos sabemos que la amistad es desinteresada, bajo ningún concepto se ha de ver empañada por la desconfianza, somos conscientes de que se basa en la convivencia más o menos continuada de dos o más personas, en la que cada uno de los participantes ofrece sin pensar en recibir.
Cuando nos damos a los demás, sacamos al exterior lo que somos y sentimos con el único deseo de compartirlo. Compartir significa dar para después por ley natural ir recibiendo, sin olvidar que jamás hay que esperar nada a cambio; nunca al contrario, pues entonces sería una amistad interesada, y tarde o temprano cuando esa «amistad» dejara de beneficiarnos la desecharíamos sin más.
Las vicisitudes diarias someterán a prueba a esos sentimientos de amistad, y si deseamos que perduren tendremos que derrochar buena voluntad, ilusión y los mejores sentimientos espirituales.
No olvidemos que la Divina Providencia pondrá a nuestro alrededor las personas y las circunstancias más propicias para que esos sentimientos fraternales se incentiven en nosotros. A unos nos supondrá más esfuerzo que a otros, dependiendo de nuestra evolución espiritual, y por tal razón, hemos de estar concienciados de lo positivo que significa ir sembrando amistad por donde quiera que pasemos.
Esos lazos fraternales jamás se pierden, cuando una persona siente un profundo afecto por otra, ese sentimiento no se borra así como así, perdurará incluso en el más allá, una vez hayamos desencarnado; igual sucede con los sentimientos de odio, rencor, etc., si bien en este caso, en sentido negativo.
Cuando el espíritu es consciente del porqué y para qué de su existencia, comprende que su estancia en la tierra no ha de ser estéril y se preocupa, por encima de todo, de evolucionar y aprovechar su tiempo al máximo.
Solamente se puede evolucionar espiritualmente cuando ponemos en juego esos valores morales que todos llevamos en estado latente, es decir, cuando nos damos a los demás y nos preocupamos de veras por los que nos rodean, intentando ayudarles en aquello que precisen.
No se puede concebir la evolución personal sin que esta se vea intimamente ligada con el desenvolvimiento espiritual de otras personas, por ello la convivencia fraternal y la culminación de ésta, la amistad, significan por encima de cualquier otra meta espiritual, uno de los logros que el espíritu ha de saber desarrollar en si mismo, a través de su constante ejercicio con las personas que le rodean.
REDACCION