INTRODUCCIÓN
“El espíritu humano aspira ante todo a dos cosas:al conocimiento y a la inmortalidad”.
Alejandro Jodorowsky
En el proyecto inicial de este sencillo y breve ensayo sobre la inmortalidad del Alma, una inquietud se abrió paso a la hora de la idoneidad de este trabajo. Hoy día, en pleno siglo XXI, las ciencias académicas que estudian la naturaleza del comportamiento humano (psicología, filosofía, antropología, etc.) y aquellas otras que investigan su origen (biología, física, química y otras) tienen un verdadero rompecabezas no resuelto: identifican alma con conciencia en muchas ocasiones y en otras no aciertan a definir con precisión y rotundidad ni el origen de la conciencia ni de dónde surge la vida.
No deja de ser sorprendente que las ciencias positivas acepten con rotundidad y sin discusión alguna la existencia de la conciencia y de la mente, a pesar de que no se pongan de acuerdo en cuanto a su origen y naturaleza. Y lo que es todavía una paradoja sin resolver bajo el paradigma de la ciencia materialista es la evidencia que admiten ya la mayoría de los investigadores: “tanto la mente como la conciencia son inmateriales”, aunque sean consideradas erróneamente como un epifenómeno del cerebro.
Es por ello que he considerado oportuno y necesario establecer las nociones que acerca de la conciencia tiene la espiritualidad y la ciencia, a fin de contribuir al esclarecimiento de qué es cada cosa y qué repercusión tiene en la inmortalidad del ser trascendente que somos y que es preexistente al nacimiento y sobreviviente a la muerte del cuerpo físico. A raíz de esto, lo que iba a ser un monotema dedicado a la inmortalidad del alma se amplía notablemente con las reflexiones e investigaciones acerca de esa gran desconocida que es la conciencia humana.
Sea como fuere, y después de los estudios realizados por antropólogos, paleontógos, arqueólogos e historiadores, es preciso mencionar que la inmortalidad del alma es un concepto esculpido en el ser humano desde sus inicios en la Tierra. Mucho antes de la aparición de las religiones, el principal culto existente entre las tribus primitivas de neardhentales, cromañones y otros antiguos Homo sapiens es “el culto a los muertos”. Las referencias y evidencias antropológicas y arqueológicas son abrumadoras: la forma y el fondo de las necrópolis, los lugares escogidos, las posiciones en las que enterraban a sus ancestros (posición fetal), los ajuares funerarios que los acompañan demostrando que esos utensilios les servirían para continuar viviendo y actuando en la otra vida, etc.
La obsesión por la continuidad de la vida ha existido en todas las épocas y en todas las sociedades, la búsqueda de la “eterna juventud”, “la piedra filosofal del medioevo que concede la inmortalidad”, o actualmente, con la tecnología basada en la medicina regenerativa, la inteligencia artificial y la ingeniería genética a fin de revertir las consecuencias del envejecimiento y ampliar los años de vida biológica, siguen siendo la prueba de esta pulsión humana de alcanzar superar la muerte del cuerpo y perpetuarse en el tiempo de manera indefinida.
Profetas de la pseudo-ciencia avanzan que la inmortalidad será una realidad en pocas décadas cuando podamos, a través de las disciplinas mencionadas y otras nuevas, revertir el ciclo del envejecimiento celular o sustituir los órganos dañados por otros fabricados artificialmente que ofrezcan igual rendimiento. La clonación, por ejemplo, ya se encuentra de forma natural en algunas especies de la naturaleza (Ej: un órgano nuevo que se regenera por sí sólo, como la cola de una lagartija), por lo que sin duda con el tiempo la ciencia podrá clonar el cuerpo biológico, pero nunca el alma. Ni el nivel de la conciencia, ni la mente, ni las emociones, ni los recuerdos, ni la memoria inconsciente, ni los reflejos y automatismos psicológicos, etc., son atributo o producto del cuerpo, son capacidades del espíritu inmortal, y como tales son personales, individualizadas y diferentes en cada persona. El alma no es un ser biológico o material, es espiritual, no tiene forma y por tanto es única, indivisible e inmortal.
La ignorancia al respecto del agente que concede la vida y del principio vital que sustenta la argamasa celular les impide conocer que, aunque la vida biológica se prolongue más años de la media actual y podamos llegar a vivir 120 años, por ejemplo, cuando llega el momento de la muerte ningún proceso biológico puede impedir el desprendimiento del alma del cuerpo, y por mucho que nos empeñemos en ello, cuando el alma se retira del cuerpo, este último pasa a ser una ropa vieja, una carcasa celular que se deteriora rápidamente al no existir ya el elemento que le otorgaba la vida (el alma) diluyéndose el principio vital que concedía vitalidad a sus órganos físicos.
“Lo que tiene alma se distingue de lo que no la tiene por el hecho de vivir”.
Aristóteles – Filósofo
Actualmente, algunas investigaciones confirman que el ser humano, independientemente de sus creencias o religiones, trae consigo en su propia biología la afirmación de la inmortalidad y la de un ser superior del que procede. Una de estas investigaciones alude al famoso “Gen de Dios” (Vmat2), conforme lo clasificó el genetista e investigador Den Hammer. Un gen que todos tenemos en mayor o menor medida desarrollado y cuya expresión está ligada con la espiritualidad y una mayor cantidad de neurotransmisores cerebrales.
Esta investigación supone que la espiritualidad se ve influenciada por la herencia y no por la creencia. Una herencia genética que todos los seres humanos portamos en nuestro ADN pero que se expresa en mayor o menor medida en relación a nuestras condiciones de vida, educación, epigenética, creencias, etc. Se puede ser ateo, agnóstico o creyente, pero nada de eso afecta a este gen que nos acompaña, únicamente a su mayor o menor expresión.
Que la propia biología humana tenga incorporada la espiritualidad como algo intrínseco a su naturaleza nos permite comprender cómo el ser humano (al margen de las religiones) tiene por sí mismo la intuición de la trascendencia, o lo que es lo mismo, la certeza de la inmortalidad al margen de su vida biológica. Quizás esto explique cómo nuestros ancestros primitivos que carecían de religión aceptaban la inmortalidad del alma y su vuelta a la vida como algo natural, perfectamente factible en el ciclo “vida-muerte”, que ellos mismos comprobaban en la naturaleza al observar sus fenómenos y efectos: el día sigue a la noche, el invierno al verano, la calma a la tempestad, etc.
El propio concepto animista de la naturaleza que poseían los pueblos antiguos, considerando como un Todo a la naturaleza y a Dios, e interactuando los seres humanos con ello como parte del mismo, es algo que se perdió en el transcurso del desarrollo de la cosmovisión humana y que hoy nos trae de vuelta la física cuántica al confirmar que vivimos en un universo totalmente relacionado e interconectado por campos de energía e información en los que todos estamos vinculados; donde todos formamos parte de ese todo que se refleja como un holograma en nosotros y donde también nosotros influenciamos al todo general con nuestros pensamientos, sentimientos y acciones.
La constatación de que en el Universo todo es energía en diversos grados de vibración y manifestación, y la transitoriedad y transformación continua de la materia en energía, nos confirman que nosotros mismos somos seres compuestos de aglomeración celular, en lo biológico formados por átomos cuyas partículas vibran en diferentes campos de energía y frecuencia.
Si a nivel biológico esta es nuestra realidad, qué no afirmar de aquello que somos a nivel psíquico. El desarrollo del ser humano, antropológico, psicológico y sociológico es lento y progresivo a través de los millones de años en que se produjo. En una primera fase como homínido, donde recibió por evolución de las especies derivadas de los simios el psiquismo desarrollado como herencia ancestral de la etapa animal, se produjo el acoplamiento del espíritu inmortal, simple e ignorante, que le dotó de conciencia propia, libre albedrío y capacidad de pensamiento continuo. La aparición del principio inteligente en el hombre, representado por la capacidad de pensar y ser uno mismo, es la clave.
Esta primera fase se consolidó después de miles de años con la aparición y el desarrollo del lenguaje que permitió no solo la comunicación con otros miembros de su especie, sino sobre todo el desarrollo del “pensamiento verbal”, al poder identificar mediante las palabras aquellos pensamientos que eran producto de su mente. Y este fue el inicio del desarrollo mental, cimentado al principio por un pensamiento mágico en relación con la naturaleza y encargado principalmente del instinto de conservación de la propia vida, y evaluando y archivando en su inconsciente las experiencias más impactantes que fueron construyendo sus hábitos y reflejos condicionados que le acompañarían en vidas sucesivas.
Al mismo tiempo, en el apartado de la emoción el ser humano fue experimentando parecidos progresos y adelantos. Si bien en sus inicios se limitó a observar y copiar el comportamiento de los animales, como el instinto de protección de las madres con sus crías, las emociones primarias como el miedo, que se activaba por el instinto de supervivencia, le obligaba a huir en muchas ocasiones buscando seguridad y protección para el mismo y su prole.
Así pues, el desarrollo de la psique humana fue acompañado por la evolución del pensamiento y la emoción. Siendo así que el primero pasó del pensamiento mágico al egocéntrico (sentido de la propiedad) y después de este derivó al pensamiento racional, donde comenzó a tomar sus decisiones, no solo por instinto sino usando su cerebro y sensaciones para analizar su entorno y dirigir sus acciones con una cierta coherencia y racionalidad.
Y en cuanto a la emoción ocurrió otro tanto: de las sensaciones iniciales se pasó a la emoción y de esta última al sentimiento. Al mismo tiempo que desarrollaba sus relaciones de clan, de tribu o de familia, el aspecto sensorial derivaba en las emociones primarias que iban dando paso a los incipientes sentimientos de afecto por los hijos, por las parejas con que convivía y compartía tareas, riesgos, peligros, etc. La emoción primaria iba a ser sustituida poco a poco por el sentimiento, que no es otra cosa que una emoción consciente propia de los seres racionales.
Toda esta evolución del psiquismo que estamos explicando venía comandada por el impulso y desarrollo del verdadero agente de la misma: el alma inmortal, que dirige sus instrumentos (mente, cerebro y conciencia) a voluntad, en una incesante y permanente búsqueda de progreso que nos induce a mejorar y transitar el camino infinito hacia nuestra plenitud y felicidad.
No se concibe la inmortalidad del alma sin contemplar las herramientas que la ayudan en el camino que debe recorrer y para conseguir el objetivo al que se encuentra destinada. Por ello, los instrumentos de los que se vale para alcanzar su meta serán el objeto de estudio y análisis de algunos de los capítulos que desarrollaremos en este trabajo.
Y al mismo tiempo, el análisis pormenorizado de los elementos que permiten la constitución de la naturaleza humana en sus dos vertientes, la animal (propia de la evolución biológica) y la espiritual (derivada del origen del alma), nos llevará inexorablemente al axioma causal mediante el cual, si reconocemos en el ser humano un principio inteligente, pues tiene la capacidad de pensar, este no puede derivar sino de una causa inteligente, ya que de la nada, nada surge.
Esta causa primera e inteligente que identificamos con Dios es el origen de la Vida y el Universo, es el creador del alma inmortal que reúne sus mismos atributos en estado latente y a la que incorpora a su creación por un acto de amor, permitiendo que con su propio esfuerzo (el de la propia alma) y bajo la tutela de leyes perfectas e inmutables, creadas a propósito, pueda alcanzar estados de conciencia tan elevados que le permitan llegar a la plenitud y la dicha de una perfección relativa, en la que el propio ser humano convierta su esencia espiritual en un elemento cocreador del propio universo físico y espiritual.
La inmortalidad no puede ir nunca desligada de la conciencia, pues esta última, como la fuerza más importante de nuestra alma, está destinada a unirse a la Conciencia Cósmica, manteniendo su individualidad y personalidad, de ahí la necesidad del esfuerzo y el trabajo en el desarrollo de las cualidades y virtudes que Dios colocó en nuestra conciencia y que son el objetivo principal de toda existencia humana.
Esperando que sea del agrado de los lectores, advertimos de antemano que alternaremos mensualmente ambas temáticas, un mes tratará sobre la temática relacionada con la inmortalidad para el siguiente abordar la correspondiente a las peculiaridades de la conciencia humana.
“La conciencia no es inteligencia, sino la capacidad de entender el bien y el mal desarrollando tu capacidad para alcanzar la plenitud espiritual”
Inmortalidad y conciencia por: Antonio Lledó Flor
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