El labriego
Al rayar el nuevo día
los jóvenes labradores
van al campo a laborar;
el grano ya está cuajado,
es la hora de segar.
Les sigue a larga distancia
un fatigado labriego;
su andar es lento, cansado.
Las pobres piernas denuncian
que ya son muchos sus años.
Las manos envejecidas
manejan la hoz despacio;
ya no tienen casi fuerzas;
nueve lustros de trabajo
minaron su resistencia.
Y en acabada la siega,
del honesto labrador
las entorpecidas manos
van atando poco a poco
dorados haces de grano.
A lo lejos, en el pueblo
la campana de la iglesia
advierte a los parroquianos.
-El reloj marcó las doce.
¡Es el Ángelus, hermanos!
El honesto labrador
sobre el suelo, de rodillas,
eleva a Dios la plegaria
que con gran fervor se reza
en los campos de Castilla.
¡El Arcángel del Señor
vino a anunciar a María…!
-brota humilde la oración
de sus requemados labios-
¡Soy la esclava del Señor!
Tomará frugal sustento
y, de nuevo, a trabajar
hasta que se agote el día.
Y se acabó la jornada:
-La noche ya se avecina.
El regreso a casa es lento.
Su pobre cuerpo cansado
acusa el penoso esfuerzo
de arrancarle al duro suelo
el milagro del pan nuestro.
Y cuando llega al hogar
un vaso de fresca leche,
un poco de pan y queso
y al jergón a descansar
sus extenuados huesos.
Al nacer el nuevo día,
para el anciano labriego
todo volverá a empezar,
porque el trabajo del campo
no se termina jamás.
Así pasará otro día
y quizá pasen más años
hasta que Dios le conceda
el merecido descanso
que no tuvo aquí en la Tierra.
Y en el mundo espiritual
los ministros del Señor
en bellas copas de luz
recogerán su sudor
en tributo a su virtud.
Y cuando llegue el momento,
en el reino de los cielos
cuando haya de partir,
allí será un gran señor
quien fuera labriego aquí.
El labriego por: Mª Luisa Escrich