Está visto que en los últimos años de mi actual existencia los he de consagrar al consuelo de mis semejantes. Decía Fenelón, que un amigo desgraciado es más propio que otro cualquiera para aliviar nuestras penas; y creo que el sabio dijo una gran verdad,
porque yo encuentro más alivio a mis pesares poniéndome en relación con un pobre, que con un rico, y a los que padecen les sucede otro tanto, relacionándome conmigo, que sin ser de las personas mas desgraciadas, estoy muy lejos de figurar entre los individuos felices; sea por lo que sea, no pasa día que no reciba una larga epístola, contándome en ella una serie de desventuras, pidiéndome para ellas algún consuelo; y yo, aunque me es imposible atender a todos los que me preguntan y me piden una comunicación de los espíritus, hay relatos tan conmovedores, hay revelaciones tan dolorosas, que no puedo menos que pedir a los invisibles una palabra de consuelo para éste, o aquel infortunado. Ultimamente, recibí una carta muy extensa de un hombre, que, según me dice, es viejo, pobre y solo en el mundo. Este infeliz hace más de veinte años que amparó a una mujer abandonada de su esposo, del cual no se ha podido averiguar su paradero; la pobre abandonada, se encontró lejos de su pueblo natal, sin conocer a nadie más que al autor de la carta a que me refiero. Julián se compadeció de la infeliz Luisa y la tomó a su servicio, y tantas fueron las buenas condiciones que fue descubriendo en ella, que la única pena que sentía era no poderla hacer su esposa, por ignorarse el paradero del esposo de Luisa.
porque yo encuentro más alivio a mis pesares poniéndome en relación con un pobre, que con un rico, y a los que padecen les sucede otro tanto, relacionándome conmigo, que sin ser de las personas mas desgraciadas, estoy muy lejos de figurar entre los individuos felices; sea por lo que sea, no pasa día que no reciba una larga epístola, contándome en ella una serie de desventuras, pidiéndome para ellas algún consuelo; y yo, aunque me es imposible atender a todos los que me preguntan y me piden una comunicación de los espíritus, hay relatos tan conmovedores, hay revelaciones tan dolorosas, que no puedo menos que pedir a los invisibles una palabra de consuelo para éste, o aquel infortunado. Ultimamente, recibí una carta muy extensa de un hombre, que, según me dice, es viejo, pobre y solo en el mundo. Este infeliz hace más de veinte años que amparó a una mujer abandonada de su esposo, del cual no se ha podido averiguar su paradero; la pobre abandonada, se encontró lejos de su pueblo natal, sin conocer a nadie más que al autor de la carta a que me refiero. Julián se compadeció de la infeliz Luisa y la tomó a su servicio, y tantas fueron las buenas condiciones que fue descubriendo en ella, que la única pena que sentía era no poderla hacer su esposa, por ignorarse el paradero del esposo de Luisa.
Hará unos tres años que Luisa enfermó, sin poderse averiguar cual era su dolencia, hasta que al fin, médicos renombrados la visitaron y le dijeron a Julián que Luisa estaba herida de muerte, porque tenía un cáncer de estómago, además de tener su cuerpo cubierto de una erupción incurable; y aquella mujer que había sido tan limpia, tan trabajadora, tan hacendosa, que la presentaban como modelo, por su limpieza y su actividad, se quedó postrada en su lecho, exhalando su cuerpo un hedor insoportable, que ninguna criada quería cuidarla, ni ninguna lavandera lavarle la ropa, y Julián era el único que la cuidaba, de día y de noche, luchando con la enferma y con la miseria porque, ocupado de continuo con atender a Luisa, su pequeño comercio se fue a pique, porque nadie, absolutamente nadie, acudía a su casa a comprar los cereales que en ella vendía, Julián, apuradísimo, pidió auxilio a sus más íntimos amigos, y estos le dijeron: «Lo que debes hacer es llevarla al Hospital; tú te pierdes y a ella no la salvas». Yo, dijo Julián, llevar al Hospital a una mujer que me ha cuidado tantos años y que tanto se ha interesado por mi suerte ¡jamás! Pediré limosna, pero no la dejaré. Y siguió hundiéndose en el abismo del dolor, hasta que Luisa murió en sus brazos; y Julián me escribe diciéndome: » ¡ Por Dios, señora!, yo estoy loco; he sufrido tanto y me asaltan tantas dudas, y hasta tengo remordimientos por si no he cumplido bien con mi deber. No es curiosidad, no; no es eso, pero ¡Ay! si yo pudiera saber qué lazo nos ha unido anteriormente, porque había momentos que mi estómago no podía resistir aquella peste horrible que el cuerpo de Luisa exhalaba y parecía que me decían al oído: «Cumple con tu deber» y entonces besaba la frente de Luisa y le pedía perdón por mi debilidad. ¡Por Dios, señora; pida usted una palabra de consuelo para un pobre viejo que se ha quedado solo en el mundo!»
El ruego de Julián me conmovió y pregunté a mi guía si le era posible atender a la súplica de aquel infortunado, y el espíritu me contestó lo siguiente:
«Bien merece ser atendido el que ha sabido atender a un infeliz cuya dolorosa enfermedad la aislaba por completo de sus semejantes. Julián y Luisa, son dos espíritus afines; hace mucho tiempo que vienen juntos a la tierra y han sido hermanos repetidas veces; en su encarnación anterior, lo eran; Julián era un hombre muy dado a la vida aventurera y Luisa era más bien su madre que su hermana. Dice uno de vuestros adagios, que quien mal anda, mal acaba, y como Julián iba siempre por los peores caminos, su vida era tan antihigiénica, que todo su cuerpo se le cubrió de lepra y llagas profundas trituraron su cuerpo, y Luisa fue la única que no le abandonó; diez años fue su ángel bueno, rodeándole de los más solícitos cuidados, no queriendo contraer matrimonio, para tener todo el tiempo disponible para él. Fue una verdadera heroína; pidió limosna para atender a su amado enfermo; luchó valerosamente con todos los obstáculos que ofrece la miseria y el dolor, pero consiguió que su hermano, en medio de sus dolores, no sintiera ni el hambre, ni el frío, ni la soledad, porque Luisa no le dejaba solo más que cuando el enfermo dormía. Amor, con amor se paga, por eso en esta existencia, Julián se ha sacrificado por Luisa que tenía que pagar una deuda y la ha pagado sufriendo lo menos posible, porque ha recogido la cosecha de la semilla que sembró ayer. Cuando tengáis a vuestro lado un enfermo, atendedle, cuidadle, consoladle, porque os aseguráis los cuidados solícitos de aquel a quien consoláis, y si no de aquel mismo debe ser, de otro cualquiera, porque la semilla del amor tiene unas raíces tan sanas, que por mala que sea la tierra donde la sembréis, arraiga siempre; tanto da que la sembréis en tierra laborable como en las hendiduras de una roca o en movediza arena, las raíces del amor no se secan jamás; en todas partes germinan. Dile a ese pobre viejo, que esté contento de sí mismo, porque todo aquel que cumple con su deber, tiene derecho a ser dichoso. Adiós». Es verdaderamente consoladora la comunicación que he obtenido, porque pagar deudas de amor ¡es tan hermoso! Convertirse en ángel un ser lleno de defectos, porque ya se sabe que los terrenales todos estamos condenados a cadena perpétua y cuando rompamos esa cadena con nuestras virtudes, ¡qué porvenir tan sonriente nos espera! ¡Dichoso el hombre que ha puesto en práctica el adagio de AMOR, CON AMOR SE PAGA!
AMALIA DOMINGO SOLER
Extraído de «La Luz del Porvenir» nº 14, editada en Villena el 15 de julio de 1907.