Decían que la casa de los Ruiz estaba encantada. Una familia corriente, padre, madre y un niño de seis o siete años, se pasaban las noches medio en vela escuchando pasos, golpes de puertas cerrándose, y viendo alguna sombra desplazarse por las estancias.
Siempre que algún familiar o amigo venía a pasar unos días con nuestra familia protagonista, esta se lo advertía:
—Pasan cosas raras en nuestro hogar, sobre todo de madrugada. Si queréis dormir bien, os sugerimos un hotel…
—¡Qué tonterías! –decían incrédulos, y se quedaban. Pero a la mañana siguiente las opiniones eran bien distintas:
—¡Jolines, qué nochecita! Toda ella en vela, con la cabeza bajo la manta, sin atrevernos a asomar.
—Ya os lo dijimos.
—Si no os importa, vamos a buscar un hotel.
Sí. En esta casa, todo el que pernoctaba amanecía inquieto, angustiado, temeroso… todos menos el niño, que nunca mostraba ningún signo de perturbación. Los padres se hacían cruces ante la tranquilidad del hijo:
—¿Has visto nuestro pequeño? No parece afectarle nada de lo que pasa.
—Quizás no se entera… aunque no acabe de entenderlo.
—Pues mejor así, ¿no te parece?
En una ocasión, el crío se quedó solo en casa. Sus papás le dijeron:
—Cariño, vamos un momento al supermercado. Tardaremos no más de media hora. No abras la puerta a nadie, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, papá.
El niño, apenas los padres salieron, empezó a escuchar ruidos que venían de la cocina. Marchó hacia allí y, al entrar, vio un hombre curioseando.
—Hola -dijo el crío. El caballero se volvió de sopetón, al verse sorprendido. El muchacho prosiguió hablando:
—¿Qué estás haciendo en mi cocina?
—¿Es que puedes verme? –balbuceó el caballero.
—Claro. Estás ahí, de pie, junto a la nevera.
—¿Y cómo voy vestido?
—Llevas un traje gris claro, y una corbata negra.
—Cierto. ¿No te doy un poco de miedo?
—Pues no. ¿Por qué me preguntas eso?
—Porque no me conoces –sentenció el señor.
—Sí te conozco –replicó el muchachito-, te pareces mucho al que está en una foto que hay en el mueble de la salita. ¿Quieres que vayamos a verla?
—Claro, pequeño.
Niño y adulto se dirigieron a la salita, y en una cómoda llena de fotografías enmarcadas, había una que llamó la atención de ambos.
—¿Ves? –dijo el niño.
—Tienes razón. Me parezco bastante a ese señor. ¿Quién es?
—Creo que el abuelo de mi mamá.
—¿Sabes cómo se llama?
—No.
Permanecieron algunos instantes en silencio, observando todas las fotos expuestas, hasta que el pequeño inició otra conversación:
—Eres tú el que hace tantos ruidos por la noche, ¿a que sí?
—Sí, en efecto –respondió el señor.
—Deberías ser más silencioso; papá y mamá se asustan al oírte.
—Pero tú no.
—No, para nada. Te veo muchas veces cómo vas al comedor o a la cocina, y te pones a abrir los armarios. ¿Qué es lo que buscas?
—Pues no lo sé, la verdad. Siento el impulso de mirar dentro, pero cuando abro las puertas se me olvida lo que quería. Esto me deja un poco aturdido…
—¿Y te sientes un poquito mal? –dijo el niño con tono de preocupación.
—Así es –repuso el hombre.
—¿Sabes lo que hago yo cuando me siento mal? Rezo a mi Ángel de la Guarda.
—¿Ángel de la Guarda?
—Sí. Mamá dice que todos tenemos uno que nos cuida. A lo mejor tú también lo tienes.
—No sé…
—Podías probar. ¿Quieres que le recemos juntos?
—Vale.
El niño y el hombre bien trajeado se pusieron a orar y, a los pocos instantes, el adulto se desvaneció en el aire; se disipó como el humo de un cigarro. En principio, el pequeño se sorprendió, pero enseguida meditó y sacó sus propias conclusiones:
—Bah… Seguro que se ha ido al parque, con su ángel guardián.
Una casa encantada por: Jesús Fernández
©2017, Amor, Paz y Caridad