Aquel nacimiento singular, en un momento de gran alucinación colectiva en la Tierra, debería dividir los hechos de la Historia, marcando el suyo como el período de preparación de la paz.
No era un conquistador odioso, que venía armado para los combates destructivos, sino un vencedor, que vino solamente para amar.
Por eso, no fue reconocido, o mejor, no lo quisieron conocer. Porque estaban preparados para la guerra, para el odio, para la desgana; lejos de los sentimientos de compasión y misericordia, de la comprensión y de la caridad.
Israel era soberbia y su pueblo, ingrato.
Por eso, Roma la sometía con sus legiones insensibles, amenazando siempre con la fuerza y la arrogancia de sus administradores de un día.
No había lugar, en aquellos corazones, para la comprensión de la fragilidad humana, de la temporalidad de todas las cosas, para el esfuerzo de la solidaridad.
Fuerte, entonces, era aquel que sometía, aunque fuese vencido luego, por la enfermedad, por la desgracia política, por la muerte…
El débil era odiado, porque no reaccionaba, ni diseminaba el desprecio al enemigo, ante su situación subalterna.
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Jesús… Sí, su nombre, fue la fuerza del amor que modificó las estructuras del pensamiento y de la razón, alterando definitivamente la faz del planeta.
Nunca más la Tierra sería la misma después de Él…
Antes, sufría el peso del tanque de la guerra perversa y de las devastaciones del odio.
Es cierto que todavía no cesaron las disputas del hombre y de la mujer contra sus hermanos, y sin embargo, permanece el sentimiento de fraternidad en memoria y en homenaje a Él.
Combatido, siguió amando.
Odiado, continúo amando.
Crucificado, persistió amando,
Y muerto, resucitó del sepulcro, con el fin de continuar amando…
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En estos tiempos de incertidumbres momentáneas, de crisis morales graves, no hay manera de sobrevivir, si no continuamos amando.
Ejemplos, buenos ejemplos, existen para ser seguidos, y no apenas registrados en el devenir de la Historia y admirados distantemente por la gran masa popular.
Necesitamos que Jesús sea la referencia primera de nuestras vidas, pero no el Jesús distante, crucificado en las alturas, sino el Jesús amigo, consejero amoroso de todo los días.
Recordémos más su nacimiento que su asesinato, su presencia más que su ausencia.
El Consolador ya está entre nosotros, abrazándonos a todos cada día más fuerte.
No se puede huir de la verdad. No se puede continuar sin amor en el corazón.
Todo nacimiento es motivo de alegría, y este, en especial, representa el nacimiento del amor maduro, del amor ágape, en la intimidad fértil del Espíritu inmortal.
Recordemos a Jesús… Siempre.