Estoy tan acostumbrada a las infamias sociales, que cuando llega hasta mí el relato de una buena acción, mi alma sonríe alborozada y exclamo con inmensa alegría: ¡Gracias Dios mío!, aún hay en la tierra quien practique las enseñanzas de Jesús.
Hace pocos días que vino a verme una pobre mujer viuda con cuatro hijos pequeños, la infeliz llegó al extremo de la más espantosa miseria, su marido murió de hambre y su cadáver estuvo depositado en su casa tres días sin poderse conseguir que el carro de los muertos lo recogiera.
Después de tantos tormentos, la infeliz viuda, la desdichada Etelvina, se quedó como atontada, miraba a sus hijos y no sabía qué hacer con ellos, hasta que alguien le dijo: Así quieta no conseguirá usted nada, es necesario que pida auxilio, en Barcelona hay muchos asilos benéficos, llame usted a sus puertas, que algunas responderán a su llamamiento. Etelvina comprendió que el consejo que le daban debía seguirlo y más tarde se encaminó al asilo del Parque, pero al llegar delante de dicho edificio, se sintió tan cansada, que tuvo que sentarse a descansar antes de llegar a la puerta del Asilo.
Etelvina y sus cuatro hijos, todos enlutados, presentaban un cuadro verdaderamente lastimoso, en todo el día no habían tomado entre los cinco más que cinco céntimos de leche y unos mendrugos de pan más duros que guijarros, la infeliz contemplaba a sus hijos sintiendo separarse de ellos, cuando pasó por delante de ella un hombre de mediana edad vestido con decencia, que la miró a ella y a los niños; y siguió su camino, pero a poco retrocedió y vino a sentarse en el mismo asiento que ocupaba Etelvina con los niños y luego dirigiéndose a Etelvina la dijo sonriéndose:
Hace usted bien de distraer a estos pequeñitos, aquí se oye muy buena música.
– ¡Ay! no señor, no estoy aquí para distraerlos, estoy por ver si puedo dejarlos en el asilo que tenemos delante, y le contó a grandes rasgos, algo de su triste historia. El hombre la miró tristemente y le dijo con dulzura: No se apure tanto mujer, no se apure tanto, Dios no abandona a nadie, ahora mismo yo la acompañaré y hablaremos con el director del asilo y si aquí no se pueden quedar, Dios tiene otras muchas moradas para sus hijos, vamos pues.
Los seis entraron en el asilo, y aquel buen hombre tomó la palabra y le contó al director cuanto le acontecía a Etelvina, pero sus ruegos y sus súplicas fueron inútiles, no había camas disponibles y era del todo imposible admitir a los pobres huérfanos; Etelvina estaba como insensible, no habló una sola palabra y salió del asilo llorando silenciosamente. El acompañante viendo su aflicción trató de reanimarla diciéndole: No hay que desesperar, mañana yo la acompañaré a otros asilos y Dios sobre todo. Por lo pronto tome usted estas cinco pesetas para alimentarse, y no veá usted en mí, más que un humilde enviado de la Providencia.
Al día siguiente, el desconocido fue en busca de Etelvina por la mañana y visitaron varios establecimientos benéficos y en ninguno de ellos admitieron a los niños, por no ser hijos de la provincia. Durante el camino, él le fue dando a Etelvina los mejores consejos, diciéndole: Durante un año, yo le daré cinco pesetas mensuales para ayudarle a pagar su casa, encargándome además de ver si puedo colocarle a alguno de sus hijos.
Etelvina verdaderamente emocionada le dijo: ¿Cómo se llama usted para enseñarle a mis hijos a bendecir su nombre?
– El nombre no hace al caso mujer, el bien se acepta venga de donde venga, tanto da que lo haga un creyente como un hereje.
Pasaron algunos días y el desconocido visitó de nuevo a Etelvina para darle cuenta de sus gestiones referentes al mayor de sus hijos, y cuando le tuvo colocado en un colegio gratuito le dijo: Ahora no volveré hasta el primero de mes, que lo prometido es deuda.
Durante tres meses, el desconocido cumplió su palabra de darle a Etelvina un duro para el alquiler de su casa, acompañando su modesta dádiva de los mejores consejos que Etelvina agradecía profundamente.
Llegó el cuarto mes, y Etelvina esperó en vano a su protector, y pasaron dos meses más y Etelvina pensaba en aquel hombre, que tanto se había interesado por ella, cuando una mañana se le presentó diciéndole jovialmente:
– Ya me habrá encomendado el alma, ¿no es verdad?
– Si señor, casi le he llorado muerto, pero gracias a Dios que le vuelvo a ver.
– ¿Y cómo sigue usted viviendo en este tugurio sin luz y sin aire?
– Y gracias que el amo no me echa a la calle, ¿dónde quiere usted que vaya sin tener, con qué mudarme?
– ¿No recuerda usted que yo le debo nueve duros?
– ¡Ay señor! usted no me debe nada.
– Sí mujer, sí: la palabra es palabra, yo le ofrecí un duro mensual durante un año, durante tres meses cumplí mi compromiso y ahora le daré los nueve duros restantes con la condición que se tiene que mudar de aquí inmediatamente porque este cuartucho es un sepulcro apestoso.
Y dándole los nueve duros a Etelvina, le dijo sencillamente: ahora, adiós hasta la eternidad, porque creo que no nos volveremos a ver.
– ¿Por qué?
– Porque he cumplido lo que me propuse, atenderla en mi pobreza durante un año, porque yo soy un pobre obrero, sin familia, no tengo a nadie en el mundo, y después de satisfacer mis necesidades más perentorias, el resto de mis ganancias lo empleo en atender a los necesitados en cuanto puedo. Hay otras familias que reclaman mi modesta protección, adiós para siempre.
– Su nombre señor, su nombre dígamelo, se lo ruego.
– ¡Mi nombre! ¡mi nombre! acuérdese de un cristiano; y el desconocido salió apresuradamente, dejando a Etelvina triste y gozosa a la vez, porque gracias a su generoso protector se pudo cambiar de casa, y ahora vive en un piso alto, muy alto, donde tiene aire y sol en abundancia.
Al contarme lo que he escrito Etelvina lloraba, con ese llanto bendito de la gratitud, y yo entretanto decía con entusiasmo:
¡Qué hombre tan bueno! ¡qué espíritu tan generoso! ¡tiene razón en un verdadero cristiano!
Yo no le conozco, probablemente no le veré en este mundo, pero al llegar al espacio, me parece que lo encontraré, buscaré un bosquecillo de violetas, y allí veré una figura luminosa, que aspirará con deleite el aroma de las humildes florecillas y entonces diré con íntima satisfacción:
¡Alma buena! ¡espíritu cristiano! recibe el homenaje de mi admiración. Yo te he buscado en la tierra, y no te he hallado, no era posible encontrarte, tu mundo no es aquel erial, tu mundo es el que ahora habitas, un bosquecillo de violetas. Sólo entre esas flores pueden vivir los verdaderos cristianos.
AMALIA DOMINGO SOLER