Cumplimos este año tres lustros del nuevo siglo XXI y asistimos con admirable sorpresa a la evolución de la sociedad de forma imparable hacia nuevos contenidos de convivencia y relación humana.
Si el primer paso lo ha dado la tecnología modificando los hábitos de comunicación de los humanos; después está llegando la ciencia con sus descubrimientos sobre el origen de la vida y el universo, desterrando mitos y falacias tenidas como verdades absolutas por la ortodoxia científica del pasado siglo XX.
A continuación se observa la agitación de las sociedades en todo el planeta, viviendo una catarsis para demandar una felicidad que no alcanzan con las conquistas y bienes materiales; fruto de ello son los trastornos y fugas psicológicas que han convertido a la ansiedad, el estrés y la depresión en las enfermedades por antonomasia del siglo que recién comienza.
Y a nivel sociológico, cada vez con mayor profusión, los ciudadanos demandan nuevas formas de hacer las cosas a las élites que los gobiernan, mayores derechos y libertades, menor corrupción y manipulación. Es cierto que en una época donde ya se impone la libertad de conciencia y de pensamiento en todo el planeta, el hombre es el único desorientado, y está desasistido por la equivocación a la que se abocado, intentando buscar la felicidad en el exterior y no donde realmente se encuentra, en su yo interior, en la profundidad de su alma.
Aquí queremos incidir en esta breve exposición. Hemos pasado, de intentar demostrar si el alma existe o no existe, a aceptar que nuestro ser integral tiene un componente psíquico que hemos de conocer, estudiar y controlar para llevar una vida en plenitud, ordenada, serena, equilibrada y feliz.
Lamentablemente la psicología cognitiva limita las posibilidades de crecimiento interior a la capacidad de raciocinio y pensamiento; no obstante, la aparición de la psicología transpersonal, es un soplo de aire fresco, un recordatorio a nuestra personalidad integral, a la influencia que la psique tiene sobre nuestras condiciones mentales y emocionales. “Somos lo que pensamos” dice un aforismo. Y aunque no es exactamente así en su totalidad, tiene muchos visos de realidad.
Si consideramos que es el cerebro el que piensa, tristemente llegaremos a la conclusión de que nuestro proceso evolutivo es únicamente orgánico y estamos limitados y constreñidos al funcionamiento de un órgano. El gran regocijo y la gran sorpresa es comprender como, cada vez más, los psicólogos, los neurólogos y los auténticos investigadores científicos desligan la mente y la conciencia del órgano cerebral.
Estudios como los del Dr. Michel Persinguer, o el Dr. Vilayanan Ramachandra sobre “la luz de Dios” en nuestro cerebro. Investigaciones como las del prestigioso genetista Francis Collins (Director del proyecto Genoma Humano) acerca de la presencia de Dios en el origen de la vida celular. Experiencias como las del Dr. Eben Alexander, neurocirujano y profesor de la Universidad de Harvard que confirma la independencia de la conciencia del cerebro. Todo esto confirma cuestiones que ya se sabían por la filosofía y la espiritualidad; la presencia en el hombre de una parte psíquica ajena por completo a la fisiología del ser y totalmente cercana a los principios de un espíritu inmortal.
Ya no es el cerebro el que produce los pensamientos y emociones, sólo es el lugar donde se recepcionan, se procesan y se redirigen mediante las sinapsis neuronales a las funciones orgánicas que han de movilizar, reparar, dañar o sanar. La conciencia está fuera del cerebro, nos dicen los neurólogos; la mente es la auténtica responsable de nuestros pensamientos y se encuentra en nuestra psique, algo tan etéreo, tan distinto al órgano cerebral que podemos denominarlo alma, espíritu, bioplasma, psinergia, etc. como queramos.
Cuando el hombre comienza a comprender que es algo más que un trillón de células biológicas, perfectamente engarzadas, su concepción de la vida cambia, pues palabras como: inconsciente, memoria extra-cerebral, estados de conciencia, transcendencia, diversos planos de vida, etc.. comienzan a tener otro sentido muy diferente.
Desde esta revista reivindicamos siempre la inmortalidad del alma, la supervivencia del hombre después de la muerte; no bajo un concepto religioso, sino bajo un prisma evolutivo de crecimiento, progreso y sentido universal del ser; inmerso en la vida por la causa primera que lo crea y que le permite alcanzar la felicidad con el esfuerzo personal, atendiendo a unas leyes naturales que rigen en el universo, respetando su libre albedrío y la más estricta justicia perfecta e inmutable.
La comprensión del hombre desde esta óptica, ofrece no sólo esperanza en el porvenir, sino que nos permite abandonar los temores a la muerte, al comprender que esta no existe; nos ayuda a superar las aflicciones y sufrimientos, dotándonos de los recursos mentales, psicológicos y espirituales que nos permitan afrontar las vicisitudes que la vida nos presenta.
Es la búsqueda de la felicidad el objetivo del hombre, y desde nuestra perspectiva, esta comienza con la conquista de la paz interior; sin esta última, nadie puede ser feliz. Y esta paz se alcanza cuando nuestra alma se encuentra concordante con nuestra propia conciencia, cuando la serenidad y el equilibrio mental y emocional presiden nuestros actos de cada día.
Cuando somos solidarios, fraternos y tolerantes con nuestros semejantes; cuando realizamos esfuerzos por combatir nuestro egoísmo e ignorancia; es entonces, y sólo entonces, cuando avanzamos en nuestra capacidad de amar y comprender.
Cuando nos enfrentamos a las pasiones propias de nuestra naturaleza primitiva e instintiva; procedentes de la evolución psíquico-biologica que nos acompaña desde hace milenios, nos convertimos en héroes de una lucha personal que es la más compleja, la más difícil, pero a la vez la más gratificante; comenzamos a ser auténticamente libres dejando la esclavitud a la que nos someten los deseos irracionales y las pasiones exacerbadas.
En todo ello se encuentra el crecimiento de ese ser que llamamos hombre: en la libertad interior y exterior, libertad de pensamiento, de conciencia, de acción y de decisión; en la capacidad de amar renunciando al egoísmo, en la capacidad de tolerar las incomprensiones y debilidades del otro, en la capacidad de discernir el bien del mal, lo que nos beneficia y nos perjudica en esa búsqueda de la felicidad que todos deseamos.
Felicidad y humanidad, entendida esta última en el sentido de la sensibilidad y compasión para con las desgracias ajenas, son dos términos preciosos y precisos que hemos de incorporar a nuestros principios personales como objetivos prioritarios de nuestra vida.
Ambos son la conclusión maravillosa del sentido de la vida humana, la búsqueda de la felicidad interior (la única posible) y la necesidad de ser más humanos al precisar de los demás; pues el hombre fue creado para vivir en sociedad, para relacionarse con sus iguales, y de ellos extraer la comparación, la experiencia, el conocimiento y el discernimiento que le ayude en su crecimiento personal.
Busquemos el sentido de la vida en la comprensión de nuestra inmortalidad, entendiendo las leyes que propician el crecimiento evolutivo, la libertad y la felicidad que nos espera en nuestro destino final; pero utilicemos el motor de búsqueda en nuestro interior, a fin de que nos permita abrirnos a nuestros compañeros de viaje, el resto de la humanidad, colaborando en el mejoramiento de la sociedad a través de nuestro propio ejemplo y mejoramiento personal.
Antonio Lledó Flor
® 2015 Amor, paz y caridad
[infobox]«Lo que la humanidad observa en el hombre verdaderamente moral es su energía plena de vida, que le empuja a dar su inteligencia, sus sentimientos, sus actos, sin pedir nada a cambio».
Piotr Kropotkin (Pensador político Ruso)[/infobox]