CONGRESO NACIONAL DE ESPIRITISMO 1981

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CONSIDERACIONES ESPIRITUALES
En el inmenso laboratorio de la Vida, donde la natura­leza se desenvuelve y desarrolla a la perfección sus múltiples actividades, desde el átomo al hombre, desde la forma más ínfima y grosera al ente más perfecto y acabado, nada desa­parece, nada se extingue y muere definitivamente; todo per­manece, todo se renueva y se transforma indefinidamente, sin dejar

de ser substancialmente, según sus propiedades voli­tivas y su intrínseco valor genético y vital.

Si tal hecho resulta incontestable, veraz a todas luces para aquellas mentes liberadas del dogma y la pasión, de todo secta­rismo idealista, religioso o profano, creyente o negador, ¿por qué razón, entonces, si es una propiedad del ser humano, ha de dejar de ser, morir el alma; como el materialismo y la igno­rancia humana lo sostienen equivocadamente? ¿Por qué si nada muere y todo se transforma evolutivamente, nos hemos de extinguir psíquica y moralmente; no ser más que una forma de vida intrascendente, frágil y transitoria, de paso nada más? Los humanos, ¿somos o no somos seres inmortales?
La ciencia positiva y materialista, en demasía escéptica, tenaz y conservadora y defensora a ultranza de sus dogmas y axiomas seculares, nos afirma que sí, que nada muere; que todo se renueva y se transforma indefinidamente, pero… en ciclos materiales. Para ella no existe, es una quimera, no tie­ne consistencia ni razón de ser la materia sutil y transparente, el éter impalpable del espíritu humano; la concreción del bien y del amor que el alma humana encarna. Más allá de la muerte, fuera de la materia en desintegración, nada puede existir ni es posible la vida inteligente, ninguna actividad espiritual. ¡Todo se reduce a polvo y sombras…! La nada incomprensible, el vacío infinito, tienen su realidad en las tinieblas, sus cuerpos nebulosos en el eterno ser sólo materia.
Y ante tal paradoja y desatino, falaz afirmación, a cuan­tos sustentamos lo contrario, los espiritualistas de todas las tendencias y matices, sin discriminación, nos cabe el pregun­tarnos: ¿Qué hacemos en la vida? ¿Tiene razón de ser nuestra existencia sin una perspectiva de vida espiritual; sin una recom­pensa justa y equitativa a nuestros sacrificios y renuncias, a nuestra lucha estoica en pro del bien, de más conocimiento y más verdad, de más luz y belleza, de más evolución? ¿Para qué tanto esfuerzo y tanta lucha, tanta desolación, por un soplo de vida transitoria, efímera y fugaz, tan triste y dolorosa, tan in­comprensible y sin razón de ser?
¿De qué nos sirve amar a nuestros semejantes, solidarizar­nos con tal o cuál dolor? ¿Para qué esforzarnos psíquica y mo­ralmente, en todos los aspectos inmortales, transcendentes, si al final de la vida, por toda recompensa, la nada nos espera y tal como sostiene el positivismo no hay renovación espiritual, supervivencia anímica del hombre? ¿No hay premio ni castigo al proceder humano más allá de las leyes del código penal? Ateos y creyentes, justos y pecadores, virtuosos e inmorales, culpables e inocentes, ¿Todos somos iguales al final, por el mismo rasero de la nada insondable medidos y pesados arbi­trariamente?
¡Qué triste panorama el de la vida sin proyección en Dios y el Más Allá…! ¡Qué abanico de sombras y dolor se abre al corazón del ser humano sin la dulce esperanza de un mañana mejor… ¡Qué densa oscuridad en torno al bien y a cuanto mo­ralmente nos eleva, sin una perspectiva de vida ultraterrena, de continuidad espiritual! ¡Qué amalgama de sombras y dolor, de incertidumbres, en torno a nuestro paso por la Tierra!
¿Quién podría vivir sin esperanzas, sostenerse en la vida sin amor y sin fe; sin una certidumbre espiritual en Dios y el bien fundada, que tenga por asiento la razón y el ansia inusitada de verdad; sin una aspiración al Más Allá y el desentrañamiento de las sombras, enigmas y misterios insolubles desde el punto de vista material que envuelven nuestras vidas sin luz de explica­ción?
¿Quién haría posible nuestra estancia en este torbellino de pasiones que al hombre vapulean a placer, haciéndole juguete de las olas del mal y la ignorancia, de la inmoralidad y la ambición, al faltarle el control de sus sentidos: la voz de la conciencia superior, que le haga meditar y elevarse a lo alto en pos de Dios, de información divina y luz certera, de auténtica Verdad? ¿Quién nos confirmaría en el amor a nuestros semejantes, en el servicio altruista de la fraternidad, del sacrificio estoico y la renuncia, teniendo por final de nuestras vidas el espectro maca­bro de la nada insondable, del vacío infinito de la circunferencia insustancial?
Horroriza el pensar tal disparate. La nada incomprensible, el vacío infinito, el cese de la vida espiritual e inteligente, el ano­nadamiento, las sombras de no ser eternamente más que polvo y materia insubstancial, por toda recompensa y estímulo moral al sacrificio humano en pro del bien, de más conocimiento y más verdad, de rnás luz y belleza, de más y más progreso, de más evolución…
¡Cuánta simplicidad, cuánta locura; cuánta pobreza de mente y corazón, cuánta ignorancia alberga en sus entrañas la humanidad terrestre, nuestro mundo insensato y negador!
Más valiera ser piedra y no sentir que vivir y sufrir deses­peradamente y no ser, al final, más que polvo y materia, una prolongación del animal en nuevas y abreviadas formas tran­sitorias, carentes de valor espiritual, de vida elemental y sin razón de ser; minúsculos fragmentos de un ente irreversible que se pierde en la nada del no ser personal y se esfuma en el tiem­po sin razón de existir, de perpetuarse y ser sólo materia.
Mas, afortunadamente, no hay tal disyuntiva, tan negra y tan infausta irrealidad; porque, gracias a Dios, por nuestro propio bien y el de la ciencia que tan absurdo afirma, ésta se equivoca, como tantas veces, se obceca en el error. Porque la vida es una, eterna e indestructible en todo su contexto cosmo­gónico, en todos sus aspectos y vivencias, en toda su infinita variedad y configuración universal. Y el alma, como esencia divina intransmutable, neutra e indivisible, también es inmortal, imperecedera como la propia Vida.
No hay, no es posible que haya desintegración, aniquila­miento del espíritu humano, del ente inmaterial que nos anima y nos conduce al bien por la dulce esperanza de una vida mejor; de nuevas y grandiosas dimensiones de luz y de belleza inenarrable, de perfección moral, más allá de las sombras y el pun­zante dolor en que nos debatimos los humanos.
Dios y la vida eterna, ese Más Allá tan debatido y puesto en cuarentena por tirios y troyanos, por los que lo admiten sin reservas y por los que lo niegan sin razón, afortunadamente, y sin lugar a dudas, son una realidad incontestable, un hecho in­discutible, en todos los sentidos manifiestos, para cuantos ama­mos la Verdad; para cuantos sentimos vocación de altura y sacrificio, de acercamiento al bien y a los demás; para los obre­ros de la evolución; para todos los hombres de buena voluntad y signo espiritual, creyentes en la Vida y el Amor, en la frater­nidad universal y en la perpertuidad del ser humano como ente racional y progresivo, sin desintegración anímica y moral.
Ahora bien: nosotros, los espiritistas kardecianos, forma­dos a la sombra augusta y venerable, gloriosa de Kardec; los que somos llamados a esclarecer al hombre, a dar más luz al mundo sobre la vida eterna y la inmortalidad del espíritu humano; los que más la palpamos, los que más constatamos la vida espiritual, no sin cierto reproche, no sin cierto rubor, hemos de preguntar­nos a nosotros mismos: ¿Demostramos al mundo lo que somos, lo que representamos? ¿Estamos en vanguardia, en línea de combate, con los brazos abiertos y el corazón en Dios, dispues­tos a luchar por la Verdad; por la divulgación de nuestros ideales y el triunfo de la luz y la razón? ¿Somos los paladines de la au­rora, o los negros crespones del atardecer; los hijos de la Luz o de las sombras; portadores del Bien y de La Esperanza o los detentadores del error?
(CONTINUA EL EL PRÓXIMO MES)
JOSÉ MARTÍNEZ FERNÁNDEZ
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