Cuenta una antigua leyenda del pueblo de los Inuit, en Groenlandia, que el chamán de una tribu decidió entrar en contacto, una vez más, con los espíritus de los antepasados. Con tal propósito penetró en su tienda, tomó un tambor y comenzó a golpearlo de manera monótona y cadenciosa, tal era el sistema que tenía para entrar en trance. Después de algunos minutos tamborileando logró lo que pretendía, el chamán alcanzó el estado alterado de conciencia que le permitía separar su alma del cuerpo, y al instante salió al exterior de su tienda de piel de foca.
Comenzó a caminar, a levitar más bien, sobre la nieve, cuyo contacto ni sentía, como tampoco sentía el frío extremo de la madrugada; su ser estaba completamente despojado de las ataduras y sensaciones biológicas.
Anduvo sin rumbo fijo, mirando en todas direcciones por ver de localizar alguna entidad eterna, cuando le llamó la atención una luminosidad que descendía de una parte del cielo; al alzar la vista, pudo ver dos haces de luz que brincaban uno frente al otro, mientras se lanzaban una especie de bola que también desprendía luz propia. En efecto, esos haces no eran otra cosa que dos espíritus que parecían estar jugando con una pelota. Algunos momentos después, la bola se desvió de su trayectoria habitual y vino a caer a los pies del chamán, que no dio crédito a sus ojos cuando se percató de que la bola era realmente un cráneo de morsa. Lo tomó del suelo y, en ese momento, uno de los espíritus se dirigió a él:
-¡Échanos la pelota, por favor!
Unos momentos mezcla de asombro y duda, con el cráneo entre sus manos, y el espíritu insistió:
-¡Vamos, devuélvenosla!
El chamán, en vez de devolverles la bola, se elevó sobre el suelo, se dirigió hacia el lugar donde estaban las dos entidades espirituales y terminó jugando con ellas.
Al día siguiente el chamán, con su alma ya reincorporada al cuerpo, se reunió con las gentes del poblado para contarles la extraordinaria experiencia que había vivido. Y de este su relato nació la leyenda a la que me refería al comienzo del mío: para los Inuit, cuando los espíritus de los antepasados se hacen visibles y salen a jugar con sus pelotas luminosas, producen las auroras boreales.
Leyenda Inuit por: Jesús Fernández Escrich
(Guardamar, madrugada del 17 de febrero de 2016)