Un paseante caminaba por un estrecho sendero, completamente absorto en sus pensamientos. Tan distraído iba, con los ojillos medio cerrados, que no se percató de la existencia de un gran pedrusco, uno de cuyos lados invadía ligeramente la vereda. Seguía andando sin prestar la debida atención a su entorno inmediato, y pasó lo que tenía que pasar: tropezó con el saliente de la roca. No llegó a darse de bruces contra el suelo de milagro, pero el traspiés pudo acabar con algún diente de menos en la boca.
El distraído puede tropezar con cualquier piedra, si no lleva el suficiente cuidado. También los hay que tropiezan más de una vez.
Algunos días después recorría la misma senda otro individuo. Iba despotricando solo; los insultos y comentarios soeces que profería, me inclinan a pensar que se la tenía jurada a alguien que, posiblemente, le había hecho cualquier faena; y sus exabruptos indicaban bien a las claras sus ansias de venganza.
En esto, llegó a la altura de la piedra; sí, la misma, la que invade un trozo del camino. Y en ese momento, al verla, el caminante solo pudo expresar su intención de coger la roca y lanzársela a su enemigo con todas las fuerzas de que fuera capaz. Solo su excesivo peso fue el impedimento para llevar a cabo sus intenciones.
Es triste, pero los violentos utilizan las piedras como proyectiles.
Por este camino tan transitado apareció una muchacha. Recientemente licenciada en Arquitectura, iba pensando en su primer proyecto: un amigo de su padre le había encargado un chalet en una pequeña parcela de su propiedad. También ella iba imaginando su diseño, cuando pasó junto a la piedra. Se paró junto a ella; se quedó mirándola y, de repente, surgió la inspiración:
-¡Sí! ¡Eso es! Haré el chalet sobre un fuerte zócalo de granito visto. Quedará rústico y resistente.
Así fue. Porque los emprendedores y los prácticos emplean las piedras para construir con ellas.
Un labrador que se encontraba en plena faena de siembra, tuvo la necesidad de comprar más semillas. Con tal motivo, se dirigió desde su terreno hasta el pueblo cercano, y claro, tomó el camino más rápido; sí, el de siempre. A medio trayecto, pasó por la piedra que le era conocida y, fatigado por el trabajo y por la caminata, decidió hacer un alto para reposar, y la piedra resultó ser un excelente apoyo para recuperar sus ya no jóvenes piernas.
El fatigado campesino usa la piedra como asiento.
Llevaba una mamá a sus dos pequeños de picnic. El niño y la niña, de no más de ocho años de edad, corrían y saltaban contentos ante la jornada campestre que recién empezaba y que su madre les había prometido. Iban zigzagueando, entrando y saliendo del sendero por delante de su progenitora, cargada con las cestas de la merienda y con la bolsa de juguetes.
Tras algunos minutos de marcha, era inevitable que llegasen hasta la roca que sobresale. Y entonces, ambos críos comenzaron a correr a su alrededor, dando vueltas y más vueltas, hasta que la madre les adelantó:
-Vamos, chicos; no os retraséis.
Los hijos de la joven madre dejaron atrás el peñasco en busca de otro similar, o de algún árbol en torno del cual pudiesen seguir dando sus lúdicos giros.
Para los niños, la piedra es un juguete.
Un escultor llamado Miguel Ángel paseaba por el caminito en busca de inspiración. Le habían hecho un encargo especial, y necesitaba una piedra muy concreta. La había buscado en los lugares donde normalmente se abastecía, pero no hallaba la roca perfecta. Y al cabo, llegó al punto mágico del camino. El punto donde habita una piedra que todos ya conocemos bien. El artista la rodeó, despacio, escudriñando cada saliente y cada entrante… ¡Esa era! ¡La piedra! Hizo que la transportaran hasta su taller y, allí. Miguel Ángel le sacó la más bella escultura.
¿Qué tienen en común estos relatos? Pues que, en todos ellos, la diferencia no estriba en la piedra, sino en el ser humano. Cada uno la emplea como sabe o como quiere. A su albedrío. A su antojo, según sus intereses o capacidades, y con resultados siempre dispares.
Moraleja: no existe piedra en tu camino que no puedas aprovechar para tu propio crecimiento.
Jesús Fernández Escrich
(Guardamar, 28 de julio de 2016)