Entre las muchas cosas que debemos aprender en la Tierra cuando estamos con una materia, y sin duda alguna de las más difíciles, es la lección del perdón.
El perdón es la salvaguarda del alma, que consigue liberarla de las ataduras que el odio, el rencor, el resentimiento y la venganza hacen que el espíritu se enfangue y se ensucie, pierda el tiempo y se endeude con nuevos compromisos que le harán sufrir el día de mañana. No es fácil perdonar cuando se está en la Tierra.
Se entiende perfectamente en las palabras del Maestro cuando él habla del amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a nuestros enemigos; se entiende perfectamente que, precisamente aquel que adopta la actitud del perdón cuando es ofendido, atacado o vilipendiado, actúa de manera inteligente y dentro de la caridad que el Maestro predicó.
Porque no solamente somos receptores de aquello que hacemos mediante nuestra propia voluntad con pensamientos negativos, sentimientos de celos, rencores, odio, acciones de bajeza moral, directa o indirectamente; no solamente somos capaces de hacer todo eso por nuestra inferioridad moral, sino que también debemos saber las repercusiones que todo esto tiene.
De ahí que el Maestro, el gran médico del alma, recomendara amar a nuestros enemigos, porque él sabía perfectamente que aquel que perdona las ofensas y los agravios, rompe la cadena con el odio, rompe la cadena con el resentimiento, se protege y se libera ante los ataques de aquellos que se consideran enemigos suyos.
De esta lección del perdón es recomendable no albergar a nadie como enemigo. Es cierto que no podemos evitar caer mal o bien a otras personas, y que esas otras personas pueden considerarnos enemigos suyos o adversarios por determinadas actitudes que vean en nosotros que pueden malinterpretar; pero eso no es de nuestra incumbencia; debemos respetar el libre albedrío y, sobre todo, orar y pedir por aquellos que no nos quieren bien, pero de una manera sencilla, una manera limpia, olvidando si es posible las ofensas.
Hay un camino que conduce al perdón, que es la compasión; compadecernos de aquellos que nos hacen mal porque son enfermos del alma y no saben lo que están haciendo. Y si no somos capaces de olvidar la ofensa, al menos pedir por ellos, compadecernos de ellos y seguir nuestro camino. Llegará el momento en que podremos perdonarlos, olvidando definitivamente aquello.
Ese es el camino intermedio que muchos espíritus alcanzan cuando dicen aquello de «no lo puedo olvidar, lo perdono pero no lo puedo olvidar». El perdón no es completo hasta que realmente se olvida y hasta que realmente se ama a aquel que te inflige el daño; una cosa es hablar, comentar y explicar, y otra cosa es sentir.
Ese camino intermedio es la compasión: el ver al otro que te ha dañado como una persona enferma, que no sabe lo que hace y que recogerá en su momento los frutos de su actuación, ayuda a la calma del que ha sido agredido; le permite seguir su camino, y lógicamente es el primer paso para llegar al perdón definitivo.
El perdón no hay que malinterpretarlo, porque también hay personas que consideran agravios cuando no existen los mismos, o cuando no se dan por aludidas. Cuando nosotros sufrimos, estando en la carne, cualquier tipo de agresión, de vejación, de ataque de odio, de violencia…, y somos capaces al instante de olvidarlos y de disculparlos, lógicamente hacemos lo correcto. En esos momentos, el espíritu no se siente afectado por la agresión; pide por la persona que le esté intentando dañar y, como no se siente concernida, lógicamente no tiene nada que perdonar, porque para él esa agresión no ha existido.
Exigir perdón o que se perdone cuando la persona no se ha considerado ofendida es también un punto que debemos tener en cuenta, porque no es necesario. Si la persona es capaz de entender la actitud del otro y no se considera ofendida, es precisamente porque se encuentra en un estadio más adelantado que aquel que ofende o perjudica y, por lo tanto, disculpa de inmediato y no tiene en cuenta la acción del otro.
Es importante, muy importante, saber perdonar en la medida adecuada, porque el Maestro lo dijo claramente; cuando uno de sus discípulos le dijo: «Maestro, ¿y cuánto he de perdonar?», aquel le respondió: «Setenta veces siete». Es decir, no hay límite para el perdón. Por muy grave que sea la ofensa, por muy difícil que nos sea perdonar, debemos hacer un esfuerzo por hacerlo, y de esa manera nos liberamos de los lazos de odio, de resentimiento y de rencor; nos liberamos de nuestras propias actitudes personales heredadas del pasado que clamaban venganza en otro tiempo, y que ahora son dulcificadas con nuestro comportamiento, nuestra conducta, siendo capaces de elevarnos por encima de la miseria humana y de todo aquello que supone agredir al semejante.
El perdón ejercido de esta forma es una expresión de la máxima caridad, y la caridad no es ni más ni menos que entender que todos somos imperfectos, que todos nos equivocamos, y que aquello que pedimos para nosotros y que nos gustaría que se nos hiciera, como es perdonar nuestros errores, faltas e imperfecciones, eso mismo debemos hacer con los demás. A aquel que así actúa, nuestro Padre lo colme de bendiciones.
La lección del perdón por: Un espíritu