CONGRESO NACIONAL DE ESPIRITISMO 1981

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TERAPIA DEL DOLOR
Bajo el prisma morboso, sombrío y deprimente del dolor, físico o moral, la vida se vuelve hostil, agresiva, diferente; cambia de forma y color, y el cielo es menos azul, más negra la noche oscura y el amor se empequeñece, no nos llena el co­razón., Porque el dolor, en todas sus vertientes y matices, en todas sus facetas compulsorias, reductoras del mal y la igno­rancia, del saldo negativo del ayer, es muerte de la vida tem­poral, sacrificio y renuncia, futura luz del alma y cruz de expiación.

Sin duda, por él, alcanzaremos el cenit de la Gloria, la an­torcha del progreso espiritual y el lauro inmarcesible del Amor. Mas, ¡cuánto nos supone el digerirlo, asimilar sus hieles, de­gustar en silencio su acíbar redentor, el agrio sinsabor de la impotencia ante la adversidad y su agresión brutal; morir para la vida de relación humana en plenitud de fuerzas y lucidez mental, de afán de proseguir y continuar en aquellos aspectos de la vida que ansiamos vivir y realizarnos, labrar un porvenir accidental! !Cuánto cuesta subir a la «montaña» del sacrificio estoico y la renuncia, del bienestar del alma y la inmortalidad, del adiós a la vida y al amor, a cuanto significa acción y mo­vimiento, febril actividad, en nuestras tristes vidas mutiladas, carentes de esperanza y de ilusión, de quimeras humanas, de incentivos morales de lucha y ansiedad!
¡Qué lento es el morir de los que sufren conscientes de su cruz y de sus males, no ignorando el por qué de su dolor, las causas invisibles que lo crean y pasan lentamente su existen­cia, sus días infernales de angustia y sinsabor, sintiéndose impo­tentes para actuar, para neutralizar sus fuerzas compulsoras, el drenaje invisible que nos eleva el alma y abate el corazón…!
Mucha resignación y confianza en Dios se necesitan para cerrar los ojos a la vida de relación humana y negarle esperanza al corazón, supervivencia al alma en la ilusión y el engañoso sueño de la vida presente y temporal, para no rebelarse ante el dolor y seguir caminando con su cruz; reducirse a un ovillo de angustias y tristezas, a un mueble arrinconado, inservible y molesto, carente de valor, no funciona¡, y esperar de las manos piadosas de la muerte el cambio de lugar, el traslado final, definitivo, hacia la sepultura y la putrefacción, hacia la vida eterna y la inmortalidad.
Mas, hay que resignarse y proseguir, subir estoicamen­te a la «montaña» de¡ sacrificio y la renuncia, del bienestar momentáneo; olvidar los sinsabores del dolor con confianza en Dios y el Más Allá, conscientes de que somos inmorta­les y estamos en el mundo, una vez más, para purificarnos del ayer y fomentar la luz del porvenir; llevando el corazón abier­to a la esperanza de un mañana mejor y más feliz, a la resurrec­ción espiritual en los brazos divinos del Amor y de la Luz de Dios, de la renovación anímica y moral.
No hay que cerrar los ojos o la vida, negarle perspectivas positivas, belleza y realidad; sino abrirnos al bien y a la espe­ranza, al encuentro con Dios y el Más Allá en nuevas dimen­siones luminosas del espacio infinito y sideral, moradas de las almas superiores que han sabido luchar con valentía y férrea voluntad de redención. Decirle al corazón acongojado: ama, sufre, calla y espera; renuncia a todo goce intrascendente, ca­rente de valor evolutivo, frío y superficial. No confundas un soplo de vida transitoria, efímera y fugaz, de lucha y transi­ción, con esa magnitud incomparable de luz y vida eterna que tienes ante ti, cuando tiendes el vuelo al Infinito y recreas el alma en sus fulgores. Las miríadas de estrellas y refulgentes soles que alumbran tu dolor y tu ansiedad, y te prometen vida, belleza y realidad, radiante porvenir espiritual, en sus bellas esferas luminosas, refulgentes torbellinos de luz y de color en gestación divina de más luz y belleza, de más y más progreso, de más evolución.
La vida del ser humano, en su profundidad trascendente, tal como lo pensamos y creemos, no empieza en una cuna y acaba en una tumba: hay antes y después, ahora y siempre; pasado, presente y porvenir espiritual, amalgamados en una eternidad indescriptible, para el lenguaje humano. Y, ante la vida eterna, ante esa inmensidad indescriptible, ¿qué supone un momento de aflicción, sentirse confinado en el dolor de una breve existencia temporal, como el presente adverso y des­piadado, cruel y reparador? ¿Qué supone el morir bajo la cruz, si la resurrección está en la muerte; si en ella alcanza el alma libertad y nos veremos libres del dolor; si el cielo nos alumbra con su luz y ofrece un porvenir espiritual radiante y venturoso, nuevos cauces de vida al corazón para seguir amando y com­prendiendo, para sutilizarse en el amor y el estudio perpetuo de la Vida de Planos Superiores del astral, una vez superadas las diferentes pruebas de la vida terrena y material, las muchas existencias temporales que el espíritu encarna en su propio eterno hacia la Perfección, en este nuestro mundo sombrío y doloroso, de lucha y transición, o en otros más sombríos e inferiores —verdaderos avernos de sombras y de dolor— de lejanas galaxias siderales en vías de progreso y expansión?
Dichosos los que sufren y saben el por qué de su dolor, de sus tribulaciones y amarguras, de su pesada cruz de expia­ción; los fines de la vida y de la muerte, y no ignoran la senda que conduce a Dios y a la felicidad espiritual, al seno de la Luz y del Amor. Dichosos y felices, bienaventurados aquellos que, en medio del dolor que les aflige., se esfuerzan por amar, servir y comprender a los demás, aunque ellos desfallezcan en la lucha y se sientan morir de inanición, de angustia y soledad, de sed de comprensión, que el Reino de los Cielos les abrirá sus puertas infinitas de amor y de bondad, de misericordia y de perdón, de reconciliación con Dios y el Más Allá.
Para ellos no habrá noches oscuras, renuncias y aflicciones temporales, caminos de asperezas y dolor, de luchas y pasiones intestinas, de mórbida ansiedad, sendas de expiación; sino mares de luz y de belleza, placenteros oasis de dicha espiritual y perfección en donde solazarse del dolor, donde sentirse libres de toda ligadura nociva y opresora, pasional; caminos de espe­ranza y de ilusión donde poder amar y realizarse, vincularse a la Obra del Divino Hacedor; fundirse en el Todo universal y en su marcha ascendente y progresiva hacia la Perfección y el Sumo Bien, aspiración y meta de todo ser consciente y racional, de toda forma y ser elementales en gestación divina de luz y belleza, de progreso infinito y eterna evolución.

JOSE MARTINEZ FERNÁNDEZ


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