La canica azul
The Blue Marble, «La Canica Azul». Esta fotografía fue tomada por los astronautas de la expedición Apollo 17, último viaje tripulado a la Luna, el día 7 de diciembre de 1972 a las 5:39 a.m. EST (hora estándar del Este). Por lo tanto, en el día de la fecha que encabeza este artículo se cumplen 50 años de su realización. Medio siglo de vida para una de las fotos más reproducidas de nuestro planeta, realizadas desde el espacio. Pero quizá no sea la más famosa; acaso lo sea más la que aparece debajo, la primera hecha en color. La tomó el astronauta del Apollo 8, James Lovell, cuatro años antes, el 1 de diciembre de 1968. Foto que, por cierto, fue recibida en la Estación Apolo de Fresnedillas de la Oliva, provincia de Madrid.
Las dos se hicieron rondando las navidades. Pero esta última es más impactante, porque en primer término aparece parte de la superficie lunar. Y sobre este horizonte de terreno polvoriento, inerte, estéril, ahí está la Tierra; una pequeña bola blanquiazul flotando en medio de la nada (o del todo, quién sabe), recibiendo la luz de un Sol que no se ve y que no es capaz de alumbrar nada del fondo. Y en esa pequeña bola, esa diminuta canica azul que por la perspectiva parece mucho más pequeña que su satélite, ahí nos encontramos todos. Toda la raza humana está ahí metida, desparramada por su superficie. Ahí estamos con nuestras banderas y nuestras fronteras; con nuestro arte; con nuestros suntuosos palacios y nuestras chabolas; nuestros idiomas y dialectos; riquezas y miserias. Con nuestro belicismo y nuestro altruismo.

Han pasado miles de años desde que los prehomínidos «bajaron de los árboles» hasta que sus descendientes fueron, fuimos, capaces de sacar fotografías desde el espacio, y en todo ese tiempo no hemos aprendido a convivir en paz; en un espacio tan reducido, siempre peleando con los vecinos. Y viendo esta foto me pregunto qué importancia tienen nuestros pequeños, miserables problemas. Es una foto que irradia paz, serenidad. No parece que ocurra nada relevante. Pero cualquiera que viniese de otro mundo habitado y viera esta misma imagen mientras se acercaba, no sería capaz ni de atisbar la conflictividad que tiene lugar en esa canica flotante. Si aterrizase en el desierto del Sahara, o en la tundra ártica o en las junglas del Brasil o de la India, seguiría percibiendo esa paz; ¡ah!, pero que no cayese en algún «punto caliente» de los muchos que, por desgracia, se mantienen encendidos en el planeta. Entonces, la paz y el sosiego se transformarían en estupor. Y acaso se preguntaría ese hipotético visitante: «Pero ¿qué hacen estas gentes? ¿Por qué su principal preocupación es destruirse? ¿Por qué destrozan y ensucian así la única casa que tienen? ¿Por qué no cambian el verbo ‘competir’ por ‘compartir’?».
El planeta Tierra es solo una mota de polvo inmersa en el polvo cósmico, pero nuestro orgullo nos hace vernos como el ombligo del universo. ¿Y dónde estamos, exactamente, dentro de ese universo?
Nuestro sistema solar se encuentra en el extremo de uno de los brazos de la Vía Láctea, nombre dado por los romanos a la galaxia que nos sirve de hogar. O sea, en los suburbios, podríase decir. Una galaxia que, a su vez, forma parte del llamado Grupo Local, un cúmulo formado por unas cuarenta galaxias de las que la nuestra está separada por distancias tan enormes, que solo su nombramiento provoca mareos. Y, a su vez, este grupo local flota en el espacio ilimitado, a distancias todavía más descomunales de otros grupos galácticos.
Esto es la Tierra, parafraseando al gran astrofísico y divulgador científico Carl Sagan: «La Tierra es un punto perdido entre la inmensidad y la eternidad».
Sí, amigos. Nuestro mundo es únicamente una partícula subatómica dentro del conglomerado estelar del universo, y nosotros, los seres humanos encarnados, vendríamos a ser esos filamentos que, al vibrar, dan vida y sentido al planeta; esos filamentos que parecen ser los elementos más ínfimos constitutivos de la materia, tal y como postula la Teoría de Cuerdas. En nosotros está la decisión de vibrar armónicamente para que la Tierra esté en equilibrio, o hacerlo de manera disonante, con lo que se alterarán las fuerzas que la mantienen unida y acabará estallando en mil pedazos, tal cual una nota con la vibración muy aguda hace reventar una copa de vino.
La canica azul. Todos somos cosmonautas a bordo de esta astronave que, por el momento, orbita alrededor del Sol sin salirse de su carril. Pero pensemos lo que pasaría si la canica, esa bolita con agua en su superficie y fuego en su interior, se saliese de su órbita: todo se acabaría para todos, porque ninguna bandera ni ninguna frontera nos iba a salvar. Y entonces nos daríamos cuenta del tiempo que hemos perdido combatiendo en lugar de conviviendo; separando en vez de uniendo; odiando en lugar de amando.
No tenemos otra casa fuera de la canica azul. Nuestra tecnología no ha alcanzado niveles lo bastante altos como para establecer bases habitables en otros mundos del espacio. Apenas somos capaces de mantener habitada la Estación Espacial Internacional con unas condiciones muy alejadas de las de nuestro planeta, y por poco tiempo, pues la ingravidez de aquella pasa factura al sistema muscular de los astronautas.
Ha llegado el momento del cambio. La transición planetaria está en marcha y no tiene vuelta atrás. Tardará lo que tarde, pero la limpieza de lo viejo ha comenzado y, cuando termine, nuestra pequeña canica flotante en el cielo ilimitado tendrá una nueva Humanidad que vivirá para hacer que siga siendo azul.
La canica azul por: Jesús Fernández